No Navidad II

No Navidad II

Hacía años que no celebrábamos la navidad en casa, no es que no quisiéramos, sino que no podíamos, nadie en el pueblo podía. Pero este año sería distinto. Todos los jóvenes decidimos, en una asamblea ampliada que, ya era hora de deshacernos del miedo, que debíamos retomar la tradición perdida hacía más de 30 años. Ya teníamos una nueva generación y era el momento de que esos niños crecieran sin miedo, ni culpas y disfrutaran de las festividades. Por supuesto que los más viejos se opusieron y recordaron la trágica muerte del viejo pascuero y de cómo, año tras año, se habían producido muertes de niños, situación que los había llevado a prohibir la celebración ostentosa de la navidad. También argumentaron que, cómo esa sola acción había disminuido las muertes en navidad, tanto que hacía 10 años nada ocurría. Solo situaciones aisladas, como el incendio de alguna casa, o accidentes automovilísticos, pero noticias de crímenes del pascual, ninguna.

Era precisamente ese último dato, el que nosotros, padres novatos, con familias recién formadas, tomamos como argumento para decidir volver a la navidad. Era cierto que el pueblo no había crecido y que todos manteníamos la norma prohibitiva, pero necesitábamos cambiar aquello, ya no queríamos vivir con miedo, queríamos que la modernidad se apoderara de nuestras calles y estábamos dispuestos a enfrentar al pascuero, si es que aparecía. Para conseguirlo haríamos una celebración masiva en la plaza de armas, en donde todos participaran.

Los días previos se respiró un aire distinto, al ir al banco o al supermercado, las personas se miraban orgullosas, se infundían ánimo, nadie hablaba del pascual, sino que de la gran celebración, los niños del coro de la escuela cantarían villancicos, se encendería un gran árbol de navidad y se entregarían juguetes donados por el municipio, entregados por el mismísimo Santa que llegaría en un carro de bomberos repleto de regalos y duendecillos verdes. Todos estaban entusiasmados, solo los viejos masticaban en silencio sus aprensiones en las bancas de la plaza.

El día llegó definitivamente, el árbol de navidad sintético de seis metros reinaba en el centro de la plaza, el escenario fue puesto en un costado para que todo el pueblo entrara en la gran área común, las luces navideñas engalanaban las estructuras techadas y los árboles. Temprano se comenzaron a poner las sillas para las autoridades y para los más ancianos, los demás ciudadanos estaríamos de pie o sentados en el suelo.

En nuestro hogar, el árbol de navidad sintético, poseía un bello y antiguo pesebre con piezas de porcelana. Salimos de casa a las siete de la tarde, el calor aún se sentía en el ambiente, no había brisa que lo combatiera, por suerte el sol había declinado en el horizonte evitando la exposición directa a los rayos solares, los árboles de la plaza otorgaban cierto grado de frescura, con sus sombras y el canto de las bandurrias. Poco a poco se comenzó a llenar el frente del escenario y minutos antes de iniciar el canto de los villancicos la plaza estaba repleta, había personas encaramadas en los árboles, otros ancianos que llevaban años postrados fueron llevados a presenciar el regreso de la navidad, los pacientes del hospital, algunos turistas. Las autoridades se codeaban para estar en la mejor ubicación. Nosotros estábamos bien adelante, en el espacio que quedaba entre los dos grandes grupos de sillas y el enorme árbol, que en su base presentaba enormes regalos, seguramente cajas vacías que aparentaban e imitaban el árbol del hogar de cada una de las 3000 personas que ahí estábamos.

Los villancicos iniciaron después de unas breves palabras y alusiones bíblicas de una profesora jubilada que hacía las veces de maestra de ceremonia.

«La virgen va caminando,

va caminado solita,

no lleva más compañía,

que al niño de su manita…»

Así iniciaron los villancicos interpretados por la dulce voz de una pequeña niña acompañada por un coro, luego se sucedieron los cantantes solistas con sabrosas interpretaciones de los clásicos que por años oíamos en silencio en nuestras casas clausuradas. Algunas personas lloraban de emoción, los niños bailaban y tarareaban las canciones, como si recibieran por vez primera el influjo navideño. Lo mejor quedó para el final, cuando ya el sol se había ocultado. Una representación musical del nacimiento del niño Jesús, todos los actores caracterizados, con animales de granja reales, que no había notado hasta el momento que entraron a escena. La gente maravillada aplaudía, silbaba, algunos gritaban ¡Viva la navidad! Entonces la maestra de ceremonias anunció el momento culmine, el encendido del árbol de navidad.

Hubo cuenta regresiva masiva a viva voz, la alcaldesa estaba con el interruptor en las manos y cuando se dio paso del uno al cero, su dedo presionó el botón y una pequeña explosión que en un principio provocó que muchos gritaran espantados dio paso a la contemplación de un árbol sublime. Así, embobados estuvimos algunos segundos, hasta que desde una de las guirnaldas de luces vino bajando una llama, como si de una mecha de pólvora se tratara, a medida que avanzaba, los pequeños focos reventaban, todos estábamos atónitos ante la serie de descargas sonoras y la comprobación de que el fuego que se arrastraba llegaría hasta el árbol de navidad. Y así fue, el haz de llama bajó en espiral hasta la base de la imitación arbórea y unas chispas ruidosas iniciaron el fuego desde la base y el árbol ardió rápidamente. Nadie se movió, estábamos atónitos, superados por la belleza destructiva del fuego. En ese instante, todos los que vestían elementos de santa me fueron pasando por la retina como sospechosos y creo que otros ciudadanos sintieron lo mismo. Antes de que pudiéramos actuar contra los pascueros o sacarnos de encima la sensación de tragedia, la sirena del carro bomba se dejó oír a la distancia, las personas aplaudieron porque entendían que los bomberos apagarían el fuego, los niños celebraron pues de seguro ahí también vendrían sus regalos y Papá Noel.

Los primeros se equivocaron, los niños no. El camión jamás disminuyó su velocidad e ingresó a la plaza, a su explanada atropellando y matando a todos quienes estuvieran delante. Jamás podré sacarme esos gritos de los oídos, no sé si fueron balazos o explosiones de las cajas de regalos ficticias las que resonaron, pero lo cierto es que, el camión llegó hasta el árbol en llamas y levemente lo tocó, lo suficiente como para que la pira se tambaleara y fuera a caer sobre el camión y los regalos que sobre él traía, el incendio se traspasó al camión. De la cabina, un horrible hombre ataviado como Santa Claus emergió sonriente, con la típica sonrisa del santa comercial, su ¡jo jo jo! llenaba el ambiente por sobre el crepitar del fuego.

El pascuero tomó una de las mangueras, la extendió y está se hinchó dando paso a un líquido que aportó más fuego al ya existente, sin dejar de reír bañaba con fuego a la multitud en su huida. Todos corrimos despavoridos, atropellándonos, las personas incendiadas gritaban enloquecidas y algunos contagiaban fuego en su carrera.

Nosotros fuimos de los pocos afortunados que escapamos sin quemaduras. Al llegar a nuestra casa el árbol de pascua y sus ridículas luces, como si se tratara de una grotesca broma, comenzaba a arder. Al apagarlo nos fuimos a dormir todos en la misma habitación, encerrados bajo llave y respirando el denso olor a carne quemada que se mantuvo por días en el pueblo, aunque por más tiempo se mantendrá la imagen de aquel pascuero desquiciado disfrutando al incendiarnos y con ello, aniquilando nuestros sueños.

Domingo de resurrección

Domingo de resurrección

Ahora te recuerdo

y quizás tu muerte.

Jorge Teillier

Distraído observaba el fuego de la cocina cuando el alarido de mi hermana trisó el silencio matinal. Subí corriendo las escaleras hasta la habitación de mis padres, mi madre yacía inanimada sobre la cama, con el rostro pálido y moribundo. A un costado, mi hermana Soledad sostenía una de sus manos.

—¡Está muerta, ha muerto! —gritaba enloquecida.

No fui capaz de reaccionar, pues rápidamente ingresó mi padre y de un grito hizo callar a Soledad. Se acercó, tomó la mano de mi madre, humedecida por las lágrimas, volvió a ordenar silencio y luego de un minuto me pidió con voz solícita que descolgara el espejo de la pared. Como yo no comprendí, él se levantó y con un certero movimiento tuvo entre sus manos el gran espejo ovalado. Lo puso frente a la cara de mamá

—Aún respira, está viva —dijo para sí y mirándome ordenó:

—Ve a buscar al cura, que a esta hora seguro está en la oficina parroquial. Dile que lo necesitamos con urgencia para que le dé a tu madre la extremaunción, pero asegúrate que venga, le cuentas todo lo que has visto —yo asentía intentando grabar todas y cada una de las palabras.

—Luego busca por las calles, encuentra como sea al doctor Juan Thomas, él es nuestra única y última esperanza —al oír la última palabra emitida por mi padre comencé a llorar y salí disparado hacia la parroquia.

Entré en la oficina preguntando por el Padre Pío. La secretaria, al ver mi desesperación debió comprender que se trataba de algo grave y me envió a la iglesia “Ahí seguro lo encontrarás, apúrate antes que inicie el servicio. Suerte mijo…”

Las puertas de la iglesia se abrieron rechinando grotescamente, me costó trabajo acostumbrarme a la oscuridad en que ésta se encontraba. El cura estaba por iniciar la misa y se vestía en la sacristía. Me escuchó sin inmutarse, luego rogó que me calmara, que nadie se va antes de su hora, pero que sería imposible ir de inmediato, pues él se debía a sus fieles que lo aguardaban por la misa.

Le rogué, le imploré tomándolo de la sotana, me miró con reprobación y sólo obtuve por respuesta un “no insistas, una vez terminada la misa iré sin falta hasta tu hogar, ve y dile a tu padre que rece un rosario mientras tanto”

Lleno de ira, al ver que sus fieles no eran más que cuatro ancianas, me fui por las calles preguntando a las personas si habían visto al doctor Thomas, si alguien sabía dónde podría encontrarlo.

Un hombre que nunca había visto y jamás volví a ver me indicó que podría encontrarlo en la garita del muelle. Me aferré a aquella posibilidad y con la mente fija en mi cometido recorrí en estado de locura, las cuadras que me separaban del lago. Efectivamente el doctor Juan Thomas se encontraba en la garita. Era evidente su mal estado, vestía bien pero desaliñado y algo sucio, estaba durmiendo. Me animé a zamarrearlo con fuerza para que despertara.

El doctor era conocido principalmente por su adicción a la morfina, y por esta razón lo había perdido todo, familia, bienes y estatus, ahora sólo era uno más de los pocos y particulares indigentes de Montelar. No obstante, a pesar de su mal destino, era considerado un buen médico que, en sus ratos de lucidez, demostraba su gran conocimiento y prodigiosa intuición ayudando a las personas más humildes a cambio de comida y alcohol. Era un médico alternativo, si pudiéramos darle un nombre que hiciera justicia a la bondad de Juan Thomas.

—Espera, espera niño, no hables tan alto, dame un segundo para estirar las piernas —esto lo dijo con voz pastosa. Se levantó, anduvo con dificultad unos pasos hacia el muelle, movió sus manos como si aleteara mientras inspiraba y expiraba aparatosamente, se dio media vuelta y me miró con sus grandes pupilas verdes que resaltaban del fondo rojo de sus ojos.

—¿Dónde vives hijo?

—Frente a la plaza “La Bandera” —respondí a quemarropa.

—¿Dices que tu madre agoniza y que tu padre ha enviado por mí?

—Sí, y además dijo que usted era nuestra última esperanza.

—Entiendo, guíame, te acompañaré, tu padre parece ser una buena persona.

Me puse delante de él y apuré el tranco, sin embargo, Thomas apenas lograba coordinar un paso cansino que me desesperaba. En ocasiones, regresaba sobre mis pasos para alentarlo e  implorarle que se agilizara, pero él me miraba con ojos sosegados, impotentes y apenas si avanzaba algo más.

Qué sería de mí, si mi madre falleciera, la vida sería difícil con un padre de 65 años despreocupado y vicioso, nunca estuvo realmente presente en nuestras vidas. Mi hermana apenas tenía dos años más que yo, ambos tendríamos que cuidarnos e intentar llenar el vacío que nuestra madre dejara, pues de papá no podíamos esperar nada, sólo problemas. Mi madre por su fuerte carácter era capaz de mantener a raya sus desenfrenos, convirtiéndolo en un simplón para nosotros, tal vez no lo era, pero la figura maternal era tan potente que cualquiera a su lado se hubiese visto disminuido, física y temperamentalmente.

Por fin llegamos a casa, pero aún restaba un último obstáculo, las escaleras, y después de un gran esfuerzo para subir el doctor Thomas ingresó en la habitación, saludó fríamente y se dirigió con dificultad por el lado izquierdo de la cama. Con mano temblorosa cogió la muñeca de la agonizante para tomarle el pulso, luego de unos segundos observó detenidamente a su paciente y me habló. 

—Haz lo que te pido hijo. Tráeme un vaso de agua, agrégale ocho cucharadas colmadas de azúcar y para mí una caña grande de vino tinto —nos quedamos mirando sorprendidos, sin dudas era una petición insólita.

Con un gesto mi padre me señaló la puerta y bajó conmigo en silencio, el ambiente que se respiraba en la casa era de absoluto retraimiento. Mientras yo añadía las cucharadas de azúcar al vaso, mi padre rellenaba una jarra de medio litro con el vino tinto que guardaba en la despensa. De regreso en la habitación el doctor  pidió a Soledad que le diera con una cuchara el agua azucarada, mientras yo levantaba la cabeza de mi madre. El doctor Thomas observaba atentamente mientras bebía en silencio. De pronto, se oyeron unos golpes quedos en la puerta, y al mirar desde la ventana supimos que se trataba del Padre Pío. Bajé por él a regañadientes a pedido de mi padre, pues por mí no me hubiese movido del lado de mamá.

 Al abrir la puerta sus ojos se posaron en mí como esperando adivinar una muerte.

—Aún vive, pero no porque le esté esperando a usted —le dije en tono sarcástico. Inmediatamente oímos un grito de júbilo emitido por Soledad. Subimos raudamente y apenas el cura puso un pie en la habitación mi madre comenzó a parpadear, abrió los ojos con una expresión de enojo y absoluta naturalidad.

—¿Qué significa todo esto, qué hace este hombre en mi pieza? —indicando al doctor Thomas— ¡y mírame, estoy en paños menores!, ¿te has vuelto loco Julio Cesar?  —hablándole autoritariamente a mi padre.

El cura que no entendía nada intentó preguntar algo que justificara que aquella mujer rebosante de energía necesitara una extremaunción, pero mi madre lo hizo callar bruscamente.

—Salga de mi casa, con usted no quiero nada y todos pueden irse tras él, esto es insólito, tendrán que saber explicarme esto, pero antes Gonzalo tráeme un café y un trozo de brazo de reina. Este mal rato me ha provocado un hambre atroz.

Eso fue todo. Aquel domingo mi madre resucitó, el cura se llevó un mal rato y el doctor Juan Thomas demostró toda su bondad y conocimiento a cambio de medio litro de vino tinto. Mi madre aún vive.

El cuento maldito

El cuento maldito

Nunca debí leerlo. Después de sentir el horror en su lectura, comenzó la verdadera pesadilla, el terror de no saber si estoy demente o si, de verdad, ha comenzado un nuevo reinado de seres invisibles, entidades que se alimentan de nuestra energía vital y que aún son inconscientes de su abrumadora supremacía. Me refiero a la lectura de “El Horla” de Guy de Maupassant.

Los sucesos iniciaron días después, en medio de la naturaleza y la soledad; el momento propicio para dejar que los pensamientos divaguen en asociaciones libres mientras se ejecutan trabajos mecánicos y rutinarios, pero necesarios para mantener a raya lo natural, lo exuberante. Los sonidos naturales me parecían amplificados, demasiado perceptibles aún en el silencio, los árboles circundantes perdían sus hojas, y los grandes eucaliptus emitían sonoros resquebrajamientos de su corteza despegada y reseca. No parecían naturales aquellos sonidos, como si algo vivo se moviera entre el follaje a corta distancia de mi roce de zarzas.

Así transcurrieron un par de días en que me daba la sensación de no estar sólo en la inmensidad de la campiña. No relacioné aún estos sucesos con El Horla, no. Más bien me tranquilizaba pensando en que debía acostumbrarme a todo esto, y si quería vivir en medio de la nada, debía hacer frente a mis miedos.

Ya en la tercera noche de encontrarme en casa de un familiar, comencé a sentir cansancio, el que atribuí a las condiciones pésimas de mi lecho, así como al propio trabajo pesado y de largas jornadas de limpieza. Aquella noche se produjo el primer acontecimiento que me llevó de inmediato a relacionarlo con el cuento de Maupassant. Una pesadilla de la cual no podía despertar, un ahogo indescriptible, una congestión nasal y traqueal, unos manoteos desesperados por respirar y quitarme un peso que oprimía desde mis piernas hasta el pecho. Seguro se trataba de un ataque respiratorio, una hipoxia generalizada, provocada por el estrés. Me negaba a pensar que una especie de súcubo estuviera alimentándose de mi vitalidad, abusando de mí. Por mucho que los relatos de Maupassant resonaran en mi cabeza, no podía dar crédito a esto.

El día amaneció amenazante, nubes cargadas de agua, muy oscuras y pringadas de energía, se cernían sobre el pequeño pueblo. Sin embargo, decidí aventurarme de todos modos, no había tiempo que perder en el trabajo campesino, pese a lo cansado y preocupado que me sentía.

La lluvia no se dejó esperar, fuertes aguaceros con ráfagas venidas desde el norte azotaban las copas de los eucaliptus, contorsionándolos de modo increíble. Pero así como llegaban estas ráfagas portentosas, así desaparecían, no por completo pero me permitían continuar. Luego de varios descansos y reanudaciones, decidí ya no resguardarme más, estaba por terminar y no había nada más que hacer ante la tormenta que de seguro se dejaría caer de un momento a otro. Estaba cavando para enterrar la última estaca del cerco, cuando creí percibir algo entre la lluvia que caía en forma diagonal y tupida. Al principio fue una borrosa aglomeración de gotas que se movían a contrapelo con la dirección del viento. Pensé que se trataba de un remolino generado por las diferencias topográficas, pero luego constaté que esta formación se movía hacia otro sector y se giraba cortando el paso de las ráfagas, venía en mi dirección. Premunido del hacha estaba ingenuamente dispuesto a hacerle frente a lo que estuviera acercándose entre la lluvia.

Un relámpago dio en ese instante en la copa de uno de los árboles y entendí que mi arma podía ser también un cable a tierra para la tormenta y decidí arrojarla con todas mis fuerzas a aquella masa informe y transparente que se dibujaba a escasos metros. Di en el centro de aquello y el hacha continuó su envío para caer metros más allá en el preciso momento en que un rayo caía en el mismo lugar. Perdí el conocimiento ante un fuerte golpe que me arrojó a buena distancia. Supe que había salvado mi vida cuando retorné en sí, pues de del hacha no había rastro y del suelo aún emergía un vapor desde un pequeño agujero en la superficie del pasto. Me fui enseguida antes de ser presa de lo que estuviera acechando mi vida en esos instantes, pues no tenía demasiada certeza sobre el origen de la fuerza que me había golpeado arrojándome por los aires.

Para comprobar si este ser era el Horla, me dispuse a poner sobre la mesa de noche agua y leche, alimento predilecto de este ente maligno. Si por la noche ambos líquidos desaparecían me iría, abandonando el proyecto de ser un campesino y regresaría a la ciudad, rogando para que el Horla tuviera algún arraigo espacial con el sector y no me siguiera.

***

Hoy escribo desde la cama de un servicio de urgencias. He sufrido un colapso nervioso, hace días que no duermo para evitar ser poseído por el Horla, no me ha dejado, siguió mis pasos hasta acá y seguro conseguirá acabar conmigo.

Me pregunto si haber leído aquel maldito cuento, provocó que la entidad se manifestara, como si su lectura actuara como un puente, una activación psíquica o esotérica permitiendo la materialización de este ser maligno, una especie de maldición escondida que nos provoca este terror insufrible.

Espero que luego de leer esta narración detallada de los hechos a nadie se le ocurra leer “El Horla”, se los advierto, no lo hagan por lo más sagrado en sus vidas.

Domingo de ramos

Domingo de ramos

Un día domingo por la mañana, mi madre me despertó bruscamente para mandarme a vender ramos de laurel a las afueras de la iglesia.     

—¡Levántate rápido, tengo listo el canasto para que vayas a vender ramos!, ¡y no me mires con esa cara; tus hermanos no tienen ni un trozo de pan para comer!

Mi madre era así, siempre exigía, creo que no sabía pedir las cosas, de modo que no me quedó más alternativa, de nada hubiera servido argumentar que mis otros hermanos también podían hacer el mismo trabajo.

Cuando el sol comenzaba a empinarse, partí rumbo a la iglesia con un canasto de mimbre bajo el brazo y en su interior 20 ramos para vender. Las personas en Montelar eran católicas en su mayoría, por lo tanto debía ser un negocio redondo. Sin embargo, muy a mi pesar, permanecí un buen rato voceándolos, sin mayores resultados, al parecer, mi estrella no estaba en los negocios. Las personas llevaban sus propios ramos de laurel silvestre o de cocina para ser bendecidos en misa.

Para mi sorpresa, la solución llegó como siempre de una manera inesperada. Intuí que la mujer distinguida que divisé a la distancia solucionaría mis problemas y así fue. Se dirigió directamente hacia mí, como si de un imán se tratara. Ya tenía cierta edad, era delgada, alta y vestía elegantemente, nadie que hubiera visto antes por el pueblo. También comprendí que las apreciaciones a distancia muchas veces son engañadoras, pues ella no era lo que parecía, tenía unos grandes dientes amarillos y, peor aún, su aliento era de ultratumba.

Con una voz poco agradable, mas bien ronca y baja me pidió “un gran favor”. Quería que fuera del otro lado del pueblo a buscar un paquete a la tienda de unos paisanos, que permanecía abierta todo el año, feriados y festivos. Debía decir que iba de parte de Doña Bernarda y luego de recibir el misterioso encargo cruzar nuevamente Montelar, para ser entregado a un tal Gaspar.

—Eso es todo, y si lo que te preocupa son tus ramos, yo me quedo aquí esperando hasta que vuelvas de mi encargo —dijo la mujer.

Acepté, pues sabía bien que “un gran favor” siempre es gratificado y más aún cuando no se hacen preguntas indiscretas y se muestra buena disposición. Así que partí raudamente a cumplir con mi cometido. Mi madre no debía enterarse de nada.

Al llegar a la tienda mencioné el nombre de la mujer y el paisano corrió a buscar el paquete, entregándomelo luego con mucho cuidado y con una fría sonrisa dibujada en su nasal rostro. Al llegar del otro extremo del pueblo Don Gaspar, un hombre alto, gordo y calvo, me hizo bajar la voz cuando intentaba explicarle qué hacía yo parado ante su puerta. El hombre tomó el paquete cuidadosamente, miró a todos lados, me alargo un billete de 100 escudos y entró sigilosamente en su casa. Definitivamente, éste era el favor más extraño que había hecho, pero la paga justificaba todo sacrificio.

Al regresar a la explanada del templo, Doña Bernarda, como dijo llamarse la mujer, estaba fumando envuelta en su propia nube de humo, junto al canasto con ramos que permanecía intacto. Ella, al verme regresar tan rápido, se sorprendió.

—¿Está hecho? —preguntó— y al obtener un sí por respuesta, alargó su mano entregándome otro billete colorado de 100 escudos. Tras la entrega de la justa recompensa se despidió fríamente, llevando consigo un ramo de laurel, para luego entrar en la iglesia. Ese sería el único ramo que vería la bendición del cura.

Una vez que ella desapareció, calculé el dinero que debería tener al vender todos los ramos. Una sonrisa audible de júbilo resonó en la soledad del frontis de la iglesia. El dinero que había ganado superaba en más del doble el valor de todos los ramos del canasto. Ya no era necesario continuar parado intentando vender los ramos, así es que tomé el canasto y caminé alegremente con dirección a una quebrada en la que vacié todo su contenido; sintiéndome más contento aún al observar cómo los ramos se perdían entre la maleza del lugar.

Por fin regresaba a casa con mi canasto vacío y el dinero en los bolsillos. Sin embargo, en el camino medité sobre el hecho de que no podía llegar con toda esa cantidad pues me vería obligado a contar la verdad y lo más probable era que me dieran una paliza por hacer favores a desconocidos y que además me pagaran por ellos, entonces ¿qué haría con este pequeño capital?

Decidí darle a mi madre lo que correspondía por la supuesta venta de los ramos, imaginando su alegría, los besos y abrazos con que me mimaría por mi eficiencia. Con el resto, me compraría una flauta, pues siempre quise tener una, aunque tuviese que esconderla junto con las monedas que me sobraran, pues era mal visto en aquel entonces, que un niño anduviera con plata en los bolsillos.

Al llegar a casa actué lo mejor que pude. Le dije a mi madre que la venta fue todo un éxito y que rápidamente vendí los ramos. Orgulloso le entregué el dinero esperando la avalancha de besos. No obstante, a pesar de sentirse feliz, no me abrazó como yo suponía y por el contrario, tomó el canasto para salir velozmente al patio y cortar nuevas ramas de laurel.

Desde el fondo y mientras amarraba los ramitos me gritó que tomara desayuno rápido, que si me apuraba, aún alcanzaba a vender otro canasto con ramos para la misa del medio día.

No Navidad

No Navidad

Al principio, no sabía qué creer. Sí entendía que, las muertes de niños se sucedían cada año en navidad. Como si de un sacrificio tácito entre la comunidad y Santa Claus se tratara. En este pueblo la navidad era cosa de cuidado, no se dejaba de celebrar (una celebración como esta es capaz de sobrevivir a cualquier dificultad), simplemente se tomaban los resguardos, nadie hacía alarde de su celebración, era a puertas cerradas, ningún niño salía de casa en víspera o el día de navidad, nadie hacía ostentación de sus regalos, si es que los había. Quienes no cumplieran con aquel resguardo debían asumir las consecuencias.

No se trataba de una dulce navidad, ya me lo habían hecho saber a medida que conocía personas y la fecha se acercaba, también me sugirieron tener encendida la estufa en víspera, independiente del calor que en diciembre se instala en estos parajes. «Con fuego evitas que uno de los accesos, tal vez el principal, esté libre, tampoco abras las ventanas, menos la puerta si es que alguien golpea. No salgas de tu casa bajo ninguna circunstancia. Y sobre todo, cuida de tus hijos, ellos son las principales víctimas, las que sucumben ante la navidad, y en este caso, ante el Viejo Pascuero, y esto último es literal»

Lo primero que oí sobre Santa en el pueblo es que le habían dado muerte, que ese hecho aconteció hacía ya 30 años, pero desde que la animita que recordaba el lugar en el que dejaron el cuerpo apuñalado y golpeado del Viejo Pascuero fue destruida y lanzada al zanjón, unos meses después de su muerte, nunca más la navidad fue una fecha para celebrar abiertamente. La Misa del Gallo se realizaba sólo con ancianos que ya no temían morir, pues la muerte les rondaba. Se pedía porque el flagelo de Santa Claus terminara, pedían perdón por haber profanado su sagrado espacio de recuerdo. Ahora, en ese mismo lugar una decena de animitas conmemoran el hecho original, algunas tienen devotos seguidores, foráneos al pueblo, quienes afirman haber obtenido milagros de Santa, milagros que se producen en navidad, en una «No Navidad» para nuestros vecinos..

Mi hija venía insistiendo en celebrar la navidad, en tener árbol y regalos. Antes de mudarnos habíamos quedado en que esta sería una con más obsequios, si es que se portaba bien. Ella creía en Papá Noel como le dicen en los dibujos animados, nosotros no hacíamos nada por desalentarla o incentivarla, creíamos junto a mi esposa, que debía seguir su propio proceso, así como con otras creencias.

En víspera estuvimos algo aislados por culpa de la varicela que atacó a mis dos hijos, así que las bajadas al pueblo eran netamente prácticas, nada de vida social o esparcimiento, en el campo lo teníamos todo. Estábamos pasando por un dulce momento familiar, pese a la enfermedad, pues al cuidarnos mutuamente nos habíamos unido como nunca antes. Por lo que olvidé por completo lo de la maldición navideña en que el pueblo se sumía, nunca tomé en serio lo que decían.


El día 24 hizo un calor de los mil demonios, 32° era todo un record. No salimos de casa, pues intuíamos que el sol y el aire libre para la enfermedad de los niños sería perjudicial, las puertas y ventanas, eso sí, estaban abiertas al máximo. Había bajado las gruesas cortinas que daban hacia el oeste, impidiendo que el sol ingresara a la casa.

Avanzando la tarde, cuando el calor dejó de ser un enemigo, preparamos el ambiente para la cena navideña, sería la primera de Maite, sentada a la mesa junto a nosotros. A sus cuatro años ya podía comer de manera independiente y hasta participar de las conversaciones. A mi hijo, de cuatro meses, lo dejamos en su habitación, durmiendo según su rutina.

El sol comenzaba a descender en el horizonte, la mesa estaba servida y comíamos frugalmente, hasta que uno de los adornos del árbol, un Santa Claus, cayó estrepitosamente, nuestro perro ladró con una estridencia desconocida.

Inmediatamente se me vino a la memoria la maldición navideña del pueblo. Con un gesto y diciendo de manera enérgica a mi esposa «Ve a ver a Franco» terminó la cena, inmediatamente, antes de que ella pudiera ponerse de pie, mi hijo gritó y rompió en llanto. Le pedí a Maite que se sentara en medio de la sala, una vez Ingrid atravesó la puerta del pasillo le pedí lo mismo, cerré lo más rápido que pude puertas y ventanas, bajé todas las cortinas y comencé a encender fuego.

Rápidamente los leños resecos encendieron una lumbre hermosamente sofocante, me senté junto a mi familia que poco entendía mi comportamiento, pero guardaban silencio, asustados. Imagino que debió ser mi rostro, mi tono de voz, lo que las atemorizó, imagino que un pálpito también tenían, el ambiente parecía enrarecido y no sólo por el calor.

Una vez Franco se calmó y volvió al sueño le pregunté a Ingrid, por qué miraba en todas direcciones, perseguida por algo. Ella sin pensar en las consecuencias, prorrumpió en que «algo» se había movido en el exterior de la habitación, una especie de abrigo rojo sucio, sólo había visto parte de un hombro y el brazo. «Es Santa» exclamó Maite con entusiasmo. Es el Viejo Pascuero, pensé yo, y todo ese peso escéptico cayó sobre mis hombros y un terror enorme me invadió, ganas de huir, salir corriendo, pero sabía que ese día, más que nunca, debía estar junto a mi familia, protegerlos. El fuego bramaba en la combustión, Maite continuaba pidiendo que llegara pronto Santa Claus y además reclamaba por el calor. Mi mujer también me preguntó por el fuego y debí decirle que lo había hecho debido a lo mismo que ella había visto, para evitar que entrara. Esto lo hice siendo indirecto, para que nuestra hija no entendiera, o si lo hacía, fuera lo menos posible.

Maite insistió en que debíamos abrir alguna ventana para que el Viejo Pascuero ingresara a dejar los regalos y nos increpaba por no haber dejado las calcetas para regalos cerca de la combustión, y que con aquel fuego, él no se presentaría jamás.

No soporté, estaba bajo demasiada presión, oía voces en mi cabeza, todas me hablaban a la vez, todas me decían lo que debía hacer y cómo era posible que no hubiera tomado en cuenta las advertencias, finalmente le grité a Maite. «Santa Claus no existe, compréndelo, es una invención para que nosotros te compremos los regalos, para que todo el mundo se regale objetos innecesarios». Sin embargo, a ella no podía convencerla sólo con argumentos, debía proceder con pruebas tangibles, así es que le pedí que me acompañara a la trampa que da acceso al entretecho, tiré de la cuerda y se desplegó la escalera; subimos a ver los regalos que teníamos guardados desde hacía tiempo.

Sobre la techumbre se oían los pasos de aquel demonio, esto estaba volviéndome loco, pues no había resultado que mi hija viera los regalos, la presencia de Santa era demasiado evidente, las razones por las que no queríamos que él entrara en nuestra casa no estaban claras para Maite que continuaba deseando que eso que nos merodeaba entrara.

Le pedí que se sentara, que le explicaría algo, que prestara atención. Estaba buscando las palabras adecuadas, sin embargo, un olor a quemado me llegó antes de ver cómo con una combustión casi instantánea surgía el fuego desde un extremo, inmediatamente el grito de Ingrid y el llanto de Franco me sacaron de una parálisis, tomé a Maite de un brazo y bajamos, en torno a la combustión el fuego se había propagado, la puerta de la cocina estaba abierta, en el interior ni rastros de Ingrid, inmediatamente sus gritos desgarrados me llegaron, ya se había oscurecido afuera. Tomé a Maite en brazos y salimos de la casa. Afuera nos reunimos los cuatro, mirábamos atónitos cómo las llamas consumían nuestra vivienda. De pronto, un JoJoJo nos sacó del ensimismamiento, sobre el techo se encontraba un Santa con su traje en harapos sucios, su rostro reflejaba la satisfacción y también hambre. Corrimos hasta el automóvil, subimos en él, retrocedí a toda velocidad y me encaminé hacia la salida del campo, nuestro perro nos seguía, poco a poco se fue perdiendo su figura en la distancia y la oscuridad. Todos llorábamos, yo lo hacía por miedo.

La imagen de su rostro con un hambre maldita se me aparecía en los espejos del automóvil, a toda velocidad bajamos en el sinuoso camino que tanto adoraba. Todas las casas estaban a oscuras, nadie nos prestaría auxilio. Llegamos hasta «el puente de fierro» y pensé en detenerme, frente a nosotros se veían quilómetros de solitario camino hasta llegar al pueblo, seguí manejando hasta que estuvimos tan lejos que sentí algo de seguridad, sin embargo, pese a la distancia, nuestra casa podía verse siendo consumida por las llamas y en ellas me parecía ver un signo de maldición inamovible para el pueblo. Nunca jamás regresamos.

Baño de muerte

Baño de muerte

Intranquilo daba vueltas por la sala, fumaba aunque la mayor parte del cigarro se consumía entre sus dedos. Todas se habían retirado a sus habitaciones, su mujer y sus dos hijas. Muy a su pesar ingresó al baño, encendió el calefón y se miró al espejo. No recordaba cuándo la ducha se había convertido en algo desagradable hasta el punto de evitarla, descuidando su aseo personal. No le gustaba el reflejo que el espejo le devolvía, un rostro sombrío evidenciaba la desastrosa vida que soportaba. Intentaba evitar que su familia se percatara de su mala racha, se engañaba pensando que su mujer aún continuaba a su lado como cuando eran jóvenes.

Tomó al azar un raído libro del anaquel reservado para albergar las lecturas en el baño, lo abrió por el centro y tras hojearlo un poco dio con el título “La gallina degollada”

Tras leer el cuento, maquinalmente se quitó la ropa, no quería ducharse, pero su hedor ya no soportaba más escusas, percibía la molestia de las personas que se le acercaban, mujer e hijas incluidas.

Giró el grifo, estiró con disgusto la mano para sentir cómo lentamente el agua se tornaba tibia. Decidió que la temperatura estaba bien e ingresó a la tina, corrió la cortina y se dejó empapar resignado. Casi llegó a sentir agrado ante la tibieza del agua deslizándose en una verticalidad gravitante reponedora. Sin embargo, su mente se instaló en la infancia, en los momentos olvidados y vedados por su memoria, la sensación de angustiosa violencia, de completo desamparo provocaron los primeras lágrimas que se confundieron con el agua que corría por su rostro.

Las imágenes se tornaban confusas, saltos temporales e imágenes que no se encontraban en sus recuerdos conscientes se hicieron insoportables, entonces descargó un golpe contra la cerámica. Un hilillo de sangre se deslizaba y se aclaraba al entrar en contacto con gotas de agua adheridos a la superficie de la pared.

—¡Esto debe terminar ahora, no soporto más! —pensó mientras algo así como flashes revolucionaban sus imágenes del pasado. ¡¡¡Mátalas ahora, mátalas!!! Fue lo que nítidamente oyó. Abrió los ojos, volteó en todas direcciones como si por primera vez escuchara la voz e intentara determinar de dónde provenía. Esta era la razón por la cual evitaba la ducha, no recordaba cuándo comenzó a oír la voz, tal vez cuando se mudaron a Villa Antreno, a su nueva casa. Aplicó el champú  y volvió a quedar en la oscuridad de sus párpados cerrados. La imagen de los cuatro hermanos imbéciles degollando a su hermana se presentó nítida, como si hubiese presenciado la escena que describiera Quiroga. Nuevas luces en su cerebro, ¡¡¡Luego será tarde, mátalas, ahora!!!  La voz era clara, con volumen perfectamente audible. Esta vez oyó en silencio sin resistirse, cerro el grifo y la voz cesó de inmediato, pasó lentamente ambas manos por su cabello para quitar el exceso de agua y salió de la tina, cogió una toalla y con más cuidado que de costumbre secó cada uno de los pliegues del cuerpo. Pasó la mano por el espejo quitando el vaho de la superficie y se observó desconociéndose. No era el mismo, la voz ya no era audible, pero pensaba en ella y en los idiotas asesinos de su hermana. Luego de apagar el calefón y cerrar el paso del gas se dirigió aún desnudo por el pasillo hasta la habitación de sus hijas. Las observó bajo la azulina luminiscencia de una pantalla, ¡por Dios!, eran hermosas, aún cuando dormían. De siete y cinco años, habían transformado su inquietud por el nacimiento de un niño en una feliz conformidad. Entró y salió sin hacer ruido del cuarto, retornó por sus pasos y fue a su dormitorio, su mujer dormía con una lámpara encendida. La observó y pensó en todos los años que llevaban juntos, las diferencias que los alejaban y el amor que él aún creía los acercaba pese a todas las dificultades. Ella dormía plácidamente entregada a un sueño seguro. Esta vez también entró para salir rápidamente del cuarto. Salió decidido a culminar con todo, a pesar de que ya se sentía mejor, no podría continuar con su vida, no después de oír la voz desconocida que le instigaba a matar a sus seres queridos, esto podría repetirse, no quería volver a pasar por esta situación.

Afuera el frío había tornado blanco el jardín, su perro le ladró con violencia. Daba la impresión de que le reprochaba su actuar. No le hizo mayor caso, caminó por sobre la hierba hasta llegar a la leñera, la misma cadena que utilizaba para contener a su perro la utilizó para poner fin a la locura que sentía se apoderaba de sus acciones inevitablemente.

***

Los aullidos del perro la despertaron, se incorporó sobresaltada, presentía que algo horroroso había sucedido, la luz continuaba encendida, salió de la habitación para dirigirse donde las niñas que inmóviles continuaban el profundo sueño de los niños. Los aullidos continuaban desgarradores. Miró por la ventana, el perro aullaba en dirección de la leñera que tenía su portón abierto. Desde el interior aparecía en constante movimiento pendular toda la extremidad inferior de un cuerpo humano. Era su marido, qué duda cabía, eso la tranquilizó. Si él no tomaba aquella decisión, ella más temprano que tarde, tendría que haberlo asesinado.

La voz de los ochentas

La voz de los ochentas

Dime!
Tú te crees que protestas
Dime!
Me aseguras que protestas
Dime!
Tú te crees un rebelde o algo así.

…mira nuestra juventud,

qué alegría más triste y falsa…

Jorge González

Era tal el revuelo en el pueblo desde que se anunció el concierto de “Los Prisioneros” que los adolescentes se juntaban en las casas de sus amigos para oír sus cassettes. Mi hermano Miguel, no era la excepción y asistía religiosamente todas las tardes a la habitación que Rodrigo Tapia arrendaba en la entrada de la población Los Boldos, un joven de 20 años, oriundo de Concepción y fanático de “Los Prisioneros”. De hecho, se vestía con zapatillas de lona, jeans ajustados, polera de un solo color y chaqueta de mezclilla oscura. Tenía los tres álbumes en vinilo y cassettes.

Mi hermano salía de la casa a eso de las seis de la tarde y regresaba cerca de las nueve. Mis padres comenzaban a sospechar que anduviese en algo raro. No es que creyeran que se metería en problemas de droga o delincuencia, sino que más bien, se trataba de aquella música juvenil contestataria, con sus letras modernas, las que podrían transformarse en el problema.

Que Miguel se reuniera con otros, por los motivos que fueran, ya revestía complicaciones, pues había una ley que impedía las reuniones sociales, tachándolas de conspiración. Sólo bastaba que algún vecino mal intencionado los denunciara por asociación terrorista, para que fueran detenidos y confinados en los calabozos de la segunda comisaría de Montelar.

Los recreos en mi escuela eran amenizados con canciones como “Por qué los ricos” aludiendo a que éstos eran tan estúpidos como nosotros, los pobres, algo que me gustaba imaginar, pues nos nivelaba, al menos desde mi visión igualitaria de la infancia en dictadura. Cantar “La voz de los ochenta” era peligroso, algunos adultos veían su letra como una consigna política en contra del régimen militar. En todo momento estábamos conscientes de que jugábamos con fuegos musicales que de a poco se transformaban en himnos populares.

Así fueron pasando los días, podíamos sentir la efervescencia y creíamos que algo importante sucedería en nuestras vidas. Algunos adultos también se entusiasmaban con el arribo del “trío de San Miguel”, comentando en las calles las características de los sanmiguelinos, sus problemas para actuar y lo cerca que estaban de que los hicieran desaparecer, sin duda eran los más osados en Chile. Estos temas dejaban por momentos en el segundo plano los padecimientos económicos de los habitantes del balneario a causa de las malas administraciones.

La fecha del único concierto que darían en Montelar se acortaba, sólo restaban tres semanas para el 28 de agosto y el ánimo crecía. Mi hermano cantaba todos los días las canciones de moda “Maldito sudaca” y “Pa pa pa”. Sin embargo, le habían restringido las salidas, pero le daba lo mismo, pues Rodrigo Tapia había prestado los LP a la radio “Paraíso FM” y todo el día intercalaban diversos temas musicales. Se hicieron algunos programas especiales que escuchábamos pegados a la radio Hitachi que nuestro padre había comprado recientemente en la “Casa Taboada” de Valdivia.

Lamentablemente, una noticia llegó a poner en entredicho todo el entusiasmo y la ensoñación. Comunicaron por la misma emisora que estaba programada la visita ilustre del General Augusto Pinochet Ugarte, que por vez primera se dignaría a pisar nuestro suelo. El arribo estaba preparado para el día de la Asunción de la Virgen María, el 15 de agosto.

Bastó esta noticia y la inminencia de la llegada de Pinochet, para que las personas se trastornaran. Un clima de miedo y desazón reinó en gran parte de los ciudadanos, mientras tanto otro sector de la población estaba contento de que su excelencia visitara un pueblo repleto de comunistas que “aún era necesario encerrar y hacer desaparecer”.

A mi hermano le prohibieron completamente las visitas a la casa de Rodrigo Tapia. Miguel obedeció como se esperaba que lo hiciera; como se suponía debíamos hacer todos. La voz de los ochenta sonaba muy bien en “Los Prisioneros”, pero era peligrosa para los que no teníamos voz.

“Total ¾se consolaba Miguel¾ había logrado grabar varios cassettes en la Hitachi con las canciones más conocidas y con el inconfundible agregado en off  Radio Paraíso FM”

El 15 de agosto fue feriado y el sol ardía como pocas veces en el cielo azul montañoso del pueblo, de pronto fuimos sobresaltados por un sonido que estremeció el cimiento de nuestra casa y quebró algunos vidrios en casa de los vecinos. Huimos al patio e inmediatamente miramos al espacio del que provenía aquel derrumbe cataclísmico y pudimos ver perderse con asombrosa velocidad los Mirage del Ejército de Chile, esta conmoción sonora se encargaba de anunciarnos abruptamente la presencia del General en el pueblo.

Más tarde salimos a la calle en familia, los vecinos hacían lo mismo, como si nos hubiéramos puesto de acuerdo. Estaba por presentarse su excelencia en el frontis del municipio y era mejor ser visto en sociedad para evitar posibles malos entendidos. Jamás vi tal muchedumbre reunida para un discurso, ni siquiera en “La semana de las rosas” en el aniversario del pueblo.

El público presente o al menos quienes nos rodeaban, mostraban una sonrisa fingida. Tras esa careta estaba el miedo de ser observados por un contingente armado que pobló las calles aledañas. El horror llegaba a instaurarse al pueblo.

El discurso fue extenso, estridente, repleto de vítores sin entusiasmo, hasta que el generalísimo habló del grupo de pelientos santiaguinos “Los Prisioneros” y de que ojalá, las autoridades locales se opusieran a su presentación, que ellos no lo podían prohibir, pero que el alcalde sí podía tomar cartas en el asunto, aquellos jóvenes se decían músicos, pero en realidad eran agitadores sociales que nada debían hacer en un pueblo tan hermoso como Montelar. Con Miguel nos miramos y supimos que todo se había estropeado.

Esa misma tarde expulsaron a Rodrigo del pueblo, luego de allanarle la habitación encontrando una buena cantidad de cassettes y Lp del grupo que ahora estaba vedado para todos. La radio dejó de tocar música de “Los Prisioneros” y en el colegio endurecieron los castigos para quienes se creyeran Jorge Gozalez, Claudio Narea o Miguel Tapia.

“Los Prisioneros” no pudieron presentarse en Valdivia, Osorno y Montelar, sólo Puerto Montt los recibió, pero sólo para finalizar en una gresca monumental en el preciso momento en que era interpretado por unos 1500 asistentes el coro de “La voz de los ‘80”

“Ya viene… la fuerza… la voz de los ochenta… Ya viene… la fuerza… la voz de los ochenta”

Es verdad

Es verdad

Llovía torrencialmente, eran cerca de las nueve de la noche.  Me encontraba trabajando en mi computador cuando claramente oí que golpeaban a la puerta. Pensé que se trataba de mi mujer, que regresaba anticipadamente del trabajo, pero ahí afuera no había nadie, sólo el vacío y nada más. Busqué razones que pudieran explicar aquel sonido, recorrí pasillos buscando algún objeto que pudiera haber caído, pero nada extraño había, ni parecía ser causal de algún ruido familiar.

La tormenta se incrementó, el viento y la copiosa lluvia ensordecían el ambiente. Miré el reloj y aún faltaba una hora para que Estela regresara. De pronto, recordé que debía salir a comprar algunas cosas que se habían agotado en casa, mas la tormenta y mis poemas me mantenían frente al computador, en la calidez de mi hogar. Divagando estaba cuando sentí nuevos golpes, sin embargo, esta vez esperé, intentando determinar de dónde provenían. No tuve tiempo para atemorizarme, pues los golpes eran tan insistentes y desesperados que me levanté mal humorado, ¿quién podría ser a esa hora y bajo semejante lluvia?

Desde la ventana no logré distinguir nada. Abrí la puerta decidido, pero un viento arremolinado, golpeó mi rostro como una bofetada. Intenté distinguir si alguna persona se encontraba en las inmediaciones, cubriéndose de la lluvia, pero ahí afuera estaba el vacío y nada más. Una vez cerrada la puerta, decidí recorrer las habitaciones de la casa, quizás alguno de mis gatos estuviera encerrado accidentalmente, provocando ruidos. Abrí puertas, encendí luces y mis gatos no estaban, pero, en definitiva, hacía esto tan sólo para engañarme, pues los golpes, estaba seguro, fueron en la puerta.

El teléfono comenzó a vibrar, era Estela que llamaba para decirme que estaba bien y que no tuvo problemas con sus clases. Por mi parte, me contuve para no mencionarle lo sucedido, mecánicamente cruzamos un par de frases a las que ni siquiera presté atención y nos despedimos con un “te amo”. Aún impactado con lo sucedido, decidí escribirlo.

Me encontraba en esta tarea cuando medité sobre algunas experiencias extrañas que, supuestamente mi padre, habría sufrido en nuestra casa. Jamás di crédito a estas historias, pensaba que él, con los años, estaba adquiriendo dotes de mitómano, hablándome de sombras y pasos que aparecían o se oían en distintas habitaciones y de luces encendidas, que él estaba seguro haber apagado. Sin embargo, lo mantuvimos en secreto, o al menos, no le contamos nada a Estela, que es susceptible con estos temas.

Ahora era yo  quien estaba viviendo sucesos increíbles, sin explicación alguna, mas para despejar mi atribulada mente, decidí ir de compras, aprovechando una pausa en la tormenta.

Ya más calmado y de regreso a casa, fue inevitable elucubrar situaciones negativas, pero nada como lo que se presentó realmente, pues nuevamente sucedieron cosas inexplicables que fueron en aumento. La casa estaba completamente a oscuras, mas yo recordaba perfectamente haber dejado, como de costumbre, dos luces encendidas. Para darme ánimo y atreverme a entrar, atribuí esta situación a un corte de energía y, decidido introduje la llave suavemente. Al ingresar todo estaba oscuro, a excepción de la pantalla del computador.

Pulsé el interruptor y la luz dejó al descubierto a mis gatos que, crispados, miraban tras mío. Giré intentando ver algo o lo que ellos percibían, pero el vacío y nada más. Todo comenzó a dar vueltas en mi cerebro, eran demasiadas cosas insólitas, pero el mayor horror lo experimenté al acercarme al computador y ver escritas, a continuación del texto que dejé inconcluso, unas palabras indescifrables, con grandes caracteres, que confundieron aún más mi entendimiento.

DADREV SE   DADREV SE

No supe de qué se trataba la macabra broma, quién podría haber escrito esas palabras. No obstante, el temor aumentó cuando los golpes en la puerta se presentaron de manera estrepitosa, haciendo que la desesperación se apoderara de mí. Los golpes se incrementaron, la pausa en la tormenta terminó, el ruido se mezclaba, se hacía ensordecedor. En aquel mismo instante y como un último atisbo de fe, pensé que ahora sí podría ser Estela, ya era hora.

Pese a toda mi confusión, pude concentrarme en la pantalla y descifrar las palabras escritas. Sentado, perplejo, con el corazón palpitando, se anidó en mi interior un miedo indescriptible. La tormenta, los golpes, los gatos, mis latidos, mis temores; todo emitía un gran estrépito enloquecedor. Sin embargo, en mi mente se repetían las palabras

ES VERDAD, ES VERDAD.

Don Polifemo

Don Polifemo

Cuando me contaron que Don Polifemo falleció no me extrañó demasiado, el hombre bordeaba los 80 años y la vida desde hacía tiempo no le trataba bien. El alcohol aportaba bastante al estado deteriorado en que se encontraba. Lo conocía desde siempre, desde mi infancia en Montelar, un vecino amistoso como muchos otros, de aquellos que toman sol por la tarde sentados apoyando la espalda en los cercos de madera que sobreviven de milagro.

Don Poli con los años había perdido completamente la vista de su ojo derecho, tornándose éste de un vistoso color celeste y empequeñeciéndose. En el otro una catarata más grande que las del Huilo Huilo lo tenían casi ciego. A pesar de este aparente impedimento, él trabajaba picando leña en el pueblo y fue precisamente realizando esta digna tarea, la que gatillaría su lamentable muerte.

Como ya he mencionado, su muerte no me sorprendió en absoluto, pues a todos, más temprano que tarde, les ha de llegar su hora y cuando esta se manifiesta en el ocaso parece ser natural y llevadera. Lo que sí me sorprendió fue enterarme de la manera en que su muerte se había incubado, muriendo de una septicemia fulminante e irreversible. Luchó durante tres días en el hospital de monjas del pueblo, pero su debilidad impidió que lograra recuperarse de la infección.

Cuentan que su desgracia se originó mientras cortaba leña en el patio de Doña Iris, una viuda del otro extremo del pueblo. Luego de dar un fuerte hachazo sobre un tronco de roble, sintió que algo caía al suelo no muy lejos de sus pies. Al mirar con su ojo izquierdo vio un pequeño bulto de forma circular y color blanquecino con cola marrón que se encontraba inmóvil cerca de su pie derecho. No sabiendo de qué tipo de sabandija se trataba y pensando que tal vez fuera la primera de una serie de rarezas caídas del cielo, tal como la lluvia de granizos con gusanos e insectos que se había precipitado la semana anterior, le propinó una patada lanzando el objeto a varios metros entre las astillas y las barbas de palo que tapizaban el piso terroso. Continuó con su tarea titánica en contra de los troncos apellinados hasta que sintió un hilillo líquido surcar su rostro, pensó en sudor, sin embargo, no sentía calor, lo que le llenó de sospechas y temores, se limpió con el puño de la camisa que de inmediato vio manchado con sangre. Rápidamente palpó su rostro intentando encontrar el ojo muerto, pero sólo encontró una cavidad húmeda y tibia. Con tranquilidad, al entender lo que había ocurrido, buscó entre una ruma de troncos hasta que tomó su ojo y limpiándolo con unos fuertes soplidos, se apresuró a regresarlo a su lugar. Sin saberlo, don Polifemo había firmado su propia muerte. Así se mantuvo el resto del día. Con el dinero que la viuda Iris le diera se fue a beber, compartiendo con los amigos del vino y narrando su insólita historia. Luego en su casa, tras sentir un agudo dolor de cabeza y teniendo en cuenta lo sucedido se dirigió a Urgencias en donde padeció agónico por tres días hasta que su ojo bueno dejó de observar las sombras, cambiándolas por las más oscuras tinieblas.

Necrópolis

Necrópolis

Muchas veces no sabemos qué nos impulsa a realizar determinadas acciones que, con la distancia otorgada por el tiempo, emergen como contradictorias, temerarias, hasta inverosímiles. Ahora que los fantasmas del recuerdo retornan a poblar la soledad de esta noche campestre, me siento movido por la necesidad de confesar ante una hoja blanca los acontecimientos de aquella época juvenil e infausta, quince años después de lo acontecido.

Un día erróneo de 1997 fui con dos amigos al cementerio a grabar algunas imágenes en video, creíamos que luego al revisarlas, podríamos ver lo que hubiese escapado a nuestros sentidos. Está de más decir que nos embargaba previamente una mezcla de miedo y fascinación, típica de la locura adolescente. Sin embargo, este sentimiento se acrecentaba con cada paso dado en dirección al cementerio del pueblo, necrópolis antigua de austeras edificaciones, pero de enormes dimensiones. Se había atestado de difuntos que habían obligado a inaugurar un cementerio nuevo, quedando éste en un completo estado de abandono. Es increíble lo solos y tristes que se quedan los muertos.

Nuestra temeridad más bien obedecía a una reacción ante la monotonía y el tedio en que nos sentíamos atrapados. No nos arrastraba historia o leyenda alguna que pudiera motivar nuestras volubles imaginaciones, menos creíamos tener la suerte de ver algo con nuestros propios ojos. A pesar de todo, pretendíamos filmar para luego desentrañar los misterios de la muerte que pudieran quedar inmortalizados en las cintas. Cada uno poseía una cámara con función nocturna, cada quien debía apuntar en distintas y opuestas direcciones, sin separarnos demasiado, sin perder el contacto.

Al llegar al portón de fierro forjado nos dimos valor para cumplir con nuestro cometido. Faltaban diez minutos para las tres de la madrugada, la hora nefasta. Thomás lo había oído en alguna película. Era la hora opuesta a la santa, las tres de la tarde, hora en que muriera Jesucristo. Tal vez en ese instante nuestras cámaras filmarían algo. Además éramos adictos al cine de terror y a los cuentos de Lovecraft que formaban parte de nuestro inconsciente, por lo tanto, pretendíamos probar y experimentar con estas sensaciones, ser partícipes de experiencias extremas, recurrir a la primera fuente y construir nuestros propios miedos. 

Trepar aquel portón no fue difícil. Nos encontramos en un mundo oscuro y desconocido, casi imposible de asociar con el mismo paisaje diurno. Las luces emanadas de las luminarias sólo alcanzaban a teñir de naranja una pequeña porción de tumbas aledañas a los límites del campo santo, precisamente las más recientes y menos interesantes. 

Nos dirigimos hacia el fondo, la oscuridad era total. Lo desconocido actuaba como un vórtice que nos jalaba a su centro sin posibilidad de resistir tamaña atracción. Sería el inicio de la locura. 

No miré el visor de la cámara, a pesar de que en ella era posible observar con mayor detalle el entorno y la llevé por sobre la cintura para captar imágenes completas, evitando apuntar hacia mis compañeros para que la grabación fuera lo más limpia posible. Estábamos separados por la distancia de los corredores o avenidas del campo santo. Cada cierto tiempo prestaba atención al progreso de mis amigos. Era fácil distinguir las luces de sus linternas cenitales, nadie quería tropezar y caer por accidente al interior de una fosa recién excavada. 

Nunca imaginé que aquella lúgubre noche me enfrentaría a una especie de terror desconocido, a sucesos que van más allá del entendimiento humano. Creí ver a la distancia un débil destello fosforescente que cesó tan pronto como apunté mi lente en esa dirección. Mientras me preguntaba si mis compañeros habrían logrado captarlo, un alarido estremecedor estancó mi respiración y congeló mi alma. Inmediatamente volteé y vi la luz de la linterna de Alejandro moverse frenéticamente en distintas direcciones, como si girara y saltara al mismo tiempo hasta que desapareció bruscamente. 

Corrí con mi cámara en Rec. Thomás, que estaba del otro lado, a unos treinta o cuarenta metros de mi posición, escapó o al menos me daba esa impresión. Su luz se perdía a la distancia. Algo le debió suceder, pues era por lejos el más temerario de los tres. Esto me infundió un terror indecible. Al llegar a la avenida en que se encontraba Alejandro miré su cuerpo convulsionar de manera inhumana, elevándose a buena distancia del piso para caer sin resguardo sobre los bordes de unas tumbas. Aquella imagen de flagelación me paralizó. Su cuerpo finalmente reposó en una contorsión imposible para un vertebrado y a unos pasos por delante, la lámpara cenital iluminaba un rostro irreconocible. Ya no era él. Sus ojos resplandecieron malignamente y su boca torcida emitía lentamente tres guturales palabras en un dialecto desconocido que no he logrado extirpar de mi memoria:

Goczecocogch… shofón… fraksholu…

Goczecocogch… shofón… fraksholu…

Continuó repitiendo hasta sacar una lengua negra y bífida increíblemente larga. El pánico del que fui presa me liberó de la parálisis soltando la cámara para retroceder lentamente mientras su cuerpo pulposo reptaba intentando alcanzarme. 

En eso, un haz de luz pasó iluminando por sobre mi hombro, era Thomas que regresaba por mí. No obstante, constaté horrorizado que una deformidad asquerosa invadía su cuerpo. Sus extremidades parecían serpientes ondulantes que se estiraban en mi dirección intentando asirme, su rostro tenía la apariencia de un reptil o un anfibio y su lengua, al igual que la del otro engendro, vibraba siseando permanentemente. Aquello fue suficiente para mi cordura, corrí por una avenida de nichos marmóreos, mientras unas risas antinaturales me acosaban mezclándose con un susurro perfectamente audible:

Thikomtli naar… prathena… sercthare…

Thikomtli naar… prathena… sercthare…

En mi desenfrenada carrera sentía a aquellos engendros y sus viscosos tentáculos golpeándome los talones, rozando los hombros, intentando agarrarme las manos. Por fin las luces del alumbrado público iluminaron aquella parte del cementerio. No supe cómo salté por sobre el portón de hierro y corrí enloquecido por las calles pidiendo ayuda.

La crisis de pánico que se desencadenó una vez que estuve en la comisaría me impidió acompañar a los policías hasta el cementerio, teniendo que esperar aislado de mis padres y familiares de mis amigos que habían acudido en cuanto se enteraron. Tras largos minutos los policías ingresaron violentamente a la sala, me cogieron de los brazos y me esposaron para conducirme a una celda, entre los gritos desesperados de mi madre y el forcejeo de mi padre. Horas más tarde, me culpaban de la muerte de mis amigos. 

Me mostraron las filmaciones grabadas por las tres cámaras, confusas imágenes se apreciaban en los momentos previos al grito de Alejandro, su grabación terminaba con su alarido y la caída al piso. La filmación de Thomas mostraba escenas muy similares hasta emitirse el grito, luego la cámara cae al piso y se oyen gritos incomprensibles y voces extrañas que yo reconocí de inmediato, luego silencio. En este punto adelantaron la cinta y volvieron a reproducirla, oyéndose carcajadas demoníacas mezcladas con el siseo que también reconocí. 

Pregunté por mi grabación, en ella se demostraría mi completa inocencia, sin embargo, al ser reproducida sucedió lo más irreal y aterrador. Mostraba un resplandor fosforescente en un sector cercano a la posición que tenía Thomas, luego la alocada carrera en dirección a la luz de la linterna de Alejandro y en aquel momento, justo a las tres de la madrugada, la cámara dejó de filmar, todo quedó en negro al igual que estos 15 años a los que fui condenado por el homicidio premeditado de mis dos amigos. 

Ayer salí en libertad, inmediatamente un primo me llevó al terminal de buses con destino al sur, para ocultarme de los familiares de mis desgraciados compañeros. Por supuesto nadie creyó la versión que relaté en el juicio. Me tildaron de demente, de enfermo. Ni mis familiares creyeron completamente en mi relato.

Sin embargo, siento que aquí, en medio del campo es donde corro más riesgos. Anoche, después de llegar e instalarme, pude oír aquel siseo. Eso que se llevó la vida de mis amigos vendrá esta vez por mí y estoy seguro de que Lovecraft realmente conocía a los seres de aquel mundo que describía. Lo que fuera que aquella noche tomó posesión de los cuerpos de mis compañeros debía ser alguna entidad primigenia, algo que no era de este mundo, monstruos de otra dimensión.

Ahora, mientras escribo estas líneas, en medio de la noche extrañamente silenciosa, aquellas frases regresan y me acosan: 

Goczecocogch… shofón… frakshcolu…

Thikomtli naar… prathena… sercthare…

No conozco su real significado, pero para mí, cada vez con mayor nitidez, son signo de la inminencia del fin, de mi postergado fin. Esta vez vienen por mí. Miro el reloj, faltan dos minutos para la tres de la madrugada.

Ilustrado por Carlos Eulefi