Hacía años que no celebrábamos la navidad en casa, no es que no quisiéramos, sino que no podíamos, nadie en el pueblo podía. Pero este año sería distinto. Todos los jóvenes decidimos, en una asamblea ampliada que, ya era hora de deshacernos del miedo, que debíamos retomar la tradición perdida hacía más de 30 años. Ya teníamos una nueva generación y era el momento de que esos niños crecieran sin miedo, ni culpas y disfrutaran de las festividades. Por supuesto que los más viejos se opusieron y recordaron la trágica muerte del viejo pascuero y de cómo, año tras año, se habían producido muertes de niños, situación que los había llevado a prohibir la celebración ostentosa de la navidad. También argumentaron que, cómo esa sola acción había disminuido las muertes en navidad, tanto que hacía 10 años nada ocurría. Solo situaciones aisladas, como el incendio de alguna casa, o accidentes automovilísticos, pero noticias de crímenes del pascual, ninguna.

Era precisamente ese último dato, el que nosotros, padres novatos, con familias recién formadas, tomamos como argumento para decidir volver a la navidad. Era cierto que el pueblo no había crecido y que todos manteníamos la norma prohibitiva, pero necesitábamos cambiar aquello, ya no queríamos vivir con miedo, queríamos que la modernidad se apoderara de nuestras calles y estábamos dispuestos a enfrentar al pascuero, si es que aparecía. Para conseguirlo haríamos una celebración masiva en la plaza de armas, en donde todos participaran.

Los días previos se respiró un aire distinto, al ir al banco o al supermercado, las personas se miraban orgullosas, se infundían ánimo, nadie hablaba del pascual, sino que de la gran celebración, los niños del coro de la escuela cantarían villancicos, se encendería un gran árbol de navidad y se entregarían juguetes donados por el municipio, entregados por el mismísimo Santa que llegaría en un carro de bomberos repleto de regalos y duendecillos verdes. Todos estaban entusiasmados, solo los viejos masticaban en silencio sus aprensiones en las bancas de la plaza.

El día llegó definitivamente, el árbol de navidad sintético de seis metros reinaba en el centro de la plaza, el escenario fue puesto en un costado para que todo el pueblo entrara en la gran área común, las luces navideñas engalanaban las estructuras techadas y los árboles. Temprano se comenzaron a poner las sillas para las autoridades y para los más ancianos, los demás ciudadanos estaríamos de pie o sentados en el suelo.

En nuestro hogar, el árbol de navidad sintético, poseía un bello y antiguo pesebre con piezas de porcelana. Salimos de casa a las siete de la tarde, el calor aún se sentía en el ambiente, no había brisa que lo combatiera, por suerte el sol había declinado en el horizonte evitando la exposición directa a los rayos solares, los árboles de la plaza otorgaban cierto grado de frescura, con sus sombras y el canto de las bandurrias. Poco a poco se comenzó a llenar el frente del escenario y minutos antes de iniciar el canto de los villancicos la plaza estaba repleta, había personas encaramadas en los árboles, otros ancianos que llevaban años postrados fueron llevados a presenciar el regreso de la navidad, los pacientes del hospital, algunos turistas. Las autoridades se codeaban para estar en la mejor ubicación. Nosotros estábamos bien adelante, en el espacio que quedaba entre los dos grandes grupos de sillas y el enorme árbol, que en su base presentaba enormes regalos, seguramente cajas vacías que aparentaban e imitaban el árbol del hogar de cada una de las 3000 personas que ahí estábamos.

Los villancicos iniciaron después de unas breves palabras y alusiones bíblicas de una profesora jubilada que hacía las veces de maestra de ceremonia.

«La virgen va caminando,

va caminado solita,

no lleva más compañía,

que al niño de su manita…»

Así iniciaron los villancicos interpretados por la dulce voz de una pequeña niña acompañada por un coro, luego se sucedieron los cantantes solistas con sabrosas interpretaciones de los clásicos que por años oíamos en silencio en nuestras casas clausuradas. Algunas personas lloraban de emoción, los niños bailaban y tarareaban las canciones, como si recibieran por vez primera el influjo navideño. Lo mejor quedó para el final, cuando ya el sol se había ocultado. Una representación musical del nacimiento del niño Jesús, todos los actores caracterizados, con animales de granja reales, que no había notado hasta el momento que entraron a escena. La gente maravillada aplaudía, silbaba, algunos gritaban ¡Viva la navidad! Entonces la maestra de ceremonias anunció el momento culmine, el encendido del árbol de navidad.

Hubo cuenta regresiva masiva a viva voz, la alcaldesa estaba con el interruptor en las manos y cuando se dio paso del uno al cero, su dedo presionó el botón y una pequeña explosión que en un principio provocó que muchos gritaran espantados dio paso a la contemplación de un árbol sublime. Así, embobados estuvimos algunos segundos, hasta que desde una de las guirnaldas de luces vino bajando una llama, como si de una mecha de pólvora se tratara, a medida que avanzaba, los pequeños focos reventaban, todos estábamos atónitos ante la serie de descargas sonoras y la comprobación de que el fuego que se arrastraba llegaría hasta el árbol de navidad. Y así fue, el haz de llama bajó en espiral hasta la base de la imitación arbórea y unas chispas ruidosas iniciaron el fuego desde la base y el árbol ardió rápidamente. Nadie se movió, estábamos atónitos, superados por la belleza destructiva del fuego. En ese instante, todos los que vestían elementos de santa me fueron pasando por la retina como sospechosos y creo que otros ciudadanos sintieron lo mismo. Antes de que pudiéramos actuar contra los pascueros o sacarnos de encima la sensación de tragedia, la sirena del carro bomba se dejó oír a la distancia, las personas aplaudieron porque entendían que los bomberos apagarían el fuego, los niños celebraron pues de seguro ahí también vendrían sus regalos y Papá Noel.

Los primeros se equivocaron, los niños no. El camión jamás disminuyó su velocidad e ingresó a la plaza, a su explanada atropellando y matando a todos quienes estuvieran delante. Jamás podré sacarme esos gritos de los oídos, no sé si fueron balazos o explosiones de las cajas de regalos ficticias las que resonaron, pero lo cierto es que, el camión llegó hasta el árbol en llamas y levemente lo tocó, lo suficiente como para que la pira se tambaleara y fuera a caer sobre el camión y los regalos que sobre él traía, el incendio se traspasó al camión. De la cabina, un horrible hombre ataviado como Santa Claus emergió sonriente, con la típica sonrisa del santa comercial, su ¡jo jo jo! llenaba el ambiente por sobre el crepitar del fuego.

El pascuero tomó una de las mangueras, la extendió y está se hinchó dando paso a un líquido que aportó más fuego al ya existente, sin dejar de reír bañaba con fuego a la multitud en su huida. Todos corrimos despavoridos, atropellándonos, las personas incendiadas gritaban enloquecidas y algunos contagiaban fuego en su carrera.

Nosotros fuimos de los pocos afortunados que escapamos sin quemaduras. Al llegar a nuestra casa el árbol de pascua y sus ridículas luces, como si se tratara de una grotesca broma, comenzaba a arder. Al apagarlo nos fuimos a dormir todos en la misma habitación, encerrados bajo llave y respirando el denso olor a carne quemada que se mantuvo por días en el pueblo, aunque por más tiempo se mantendrá la imagen de aquel pascuero desquiciado disfrutando al incendiarnos y con ello, aniquilando nuestros sueños.

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