Un día domingo por la mañana, mi madre me despertó bruscamente para mandarme a vender ramos de laurel a las afueras de la iglesia.     

—¡Levántate rápido, tengo listo el canasto para que vayas a vender ramos!, ¡y no me mires con esa cara; tus hermanos no tienen ni un trozo de pan para comer!

Mi madre era así, siempre exigía, creo que no sabía pedir las cosas, de modo que no me quedó más alternativa, de nada hubiera servido argumentar que mis otros hermanos también podían hacer el mismo trabajo.

Cuando el sol comenzaba a empinarse, partí rumbo a la iglesia con un canasto de mimbre bajo el brazo y en su interior 20 ramos para vender. Las personas en Montelar eran católicas en su mayoría, por lo tanto debía ser un negocio redondo. Sin embargo, muy a mi pesar, permanecí un buen rato voceándolos, sin mayores resultados, al parecer, mi estrella no estaba en los negocios. Las personas llevaban sus propios ramos de laurel silvestre o de cocina para ser bendecidos en misa.

Para mi sorpresa, la solución llegó como siempre de una manera inesperada. Intuí que la mujer distinguida que divisé a la distancia solucionaría mis problemas y así fue. Se dirigió directamente hacia mí, como si de un imán se tratara. Ya tenía cierta edad, era delgada, alta y vestía elegantemente, nadie que hubiera visto antes por el pueblo. También comprendí que las apreciaciones a distancia muchas veces son engañadoras, pues ella no era lo que parecía, tenía unos grandes dientes amarillos y, peor aún, su aliento era de ultratumba.

Con una voz poco agradable, mas bien ronca y baja me pidió “un gran favor”. Quería que fuera del otro lado del pueblo a buscar un paquete a la tienda de unos paisanos, que permanecía abierta todo el año, feriados y festivos. Debía decir que iba de parte de Doña Bernarda y luego de recibir el misterioso encargo cruzar nuevamente Montelar, para ser entregado a un tal Gaspar.

—Eso es todo, y si lo que te preocupa son tus ramos, yo me quedo aquí esperando hasta que vuelvas de mi encargo —dijo la mujer.

Acepté, pues sabía bien que “un gran favor” siempre es gratificado y más aún cuando no se hacen preguntas indiscretas y se muestra buena disposición. Así que partí raudamente a cumplir con mi cometido. Mi madre no debía enterarse de nada.

Al llegar a la tienda mencioné el nombre de la mujer y el paisano corrió a buscar el paquete, entregándomelo luego con mucho cuidado y con una fría sonrisa dibujada en su nasal rostro. Al llegar del otro extremo del pueblo Don Gaspar, un hombre alto, gordo y calvo, me hizo bajar la voz cuando intentaba explicarle qué hacía yo parado ante su puerta. El hombre tomó el paquete cuidadosamente, miró a todos lados, me alargo un billete de 100 escudos y entró sigilosamente en su casa. Definitivamente, éste era el favor más extraño que había hecho, pero la paga justificaba todo sacrificio.

Al regresar a la explanada del templo, Doña Bernarda, como dijo llamarse la mujer, estaba fumando envuelta en su propia nube de humo, junto al canasto con ramos que permanecía intacto. Ella, al verme regresar tan rápido, se sorprendió.

—¿Está hecho? —preguntó— y al obtener un sí por respuesta, alargó su mano entregándome otro billete colorado de 100 escudos. Tras la entrega de la justa recompensa se despidió fríamente, llevando consigo un ramo de laurel, para luego entrar en la iglesia. Ese sería el único ramo que vería la bendición del cura.

Una vez que ella desapareció, calculé el dinero que debería tener al vender todos los ramos. Una sonrisa audible de júbilo resonó en la soledad del frontis de la iglesia. El dinero que había ganado superaba en más del doble el valor de todos los ramos del canasto. Ya no era necesario continuar parado intentando vender los ramos, así es que tomé el canasto y caminé alegremente con dirección a una quebrada en la que vacié todo su contenido; sintiéndome más contento aún al observar cómo los ramos se perdían entre la maleza del lugar.

Por fin regresaba a casa con mi canasto vacío y el dinero en los bolsillos. Sin embargo, en el camino medité sobre el hecho de que no podía llegar con toda esa cantidad pues me vería obligado a contar la verdad y lo más probable era que me dieran una paliza por hacer favores a desconocidos y que además me pagaran por ellos, entonces ¿qué haría con este pequeño capital?

Decidí darle a mi madre lo que correspondía por la supuesta venta de los ramos, imaginando su alegría, los besos y abrazos con que me mimaría por mi eficiencia. Con el resto, me compraría una flauta, pues siempre quise tener una, aunque tuviese que esconderla junto con las monedas que me sobraran, pues era mal visto en aquel entonces, que un niño anduviera con plata en los bolsillos.

Al llegar a casa actué lo mejor que pude. Le dije a mi madre que la venta fue todo un éxito y que rápidamente vendí los ramos. Orgulloso le entregué el dinero esperando la avalancha de besos. No obstante, a pesar de sentirse feliz, no me abrazó como yo suponía y por el contrario, tomó el canasto para salir velozmente al patio y cortar nuevas ramas de laurel.

Desde el fondo y mientras amarraba los ramitos me gritó que tomara desayuno rápido, que si me apuraba, aún alcanzaba a vender otro canasto con ramos para la misa del medio día.

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