Baile en falso

Baile en falso

Fue hace muchos años, cuando aún estaba en secundaria, en el último grado. Yo iba los fines de semana a la discoteca más grande de Concepción, también la más concurrida. Entraba gratis, con amigos y botellas escondidas bajo la ropa, sin ser registrado por los guardias, que eran amigos de mi hermano, por extensión, también los míos.

Si asistía tanto a la disco era porque me la pasaba bien, fue el mejor ambiente que hasta ahora he conocido: música, alcohol, desenfreno y baile.

Por aquellos años, la música electrónica causaba furor. El trance llegaba con una manera nueva de bailar, podías hacerlo sin una pareja, dando rienda suelta al cuerpo, a los movimientos; sin que te juzgarán mayormente, lo importante era estar al ritmo.

Claro que no toda la noche era trance, también había onda disco, hip hop, ritmos de moda, rock and roll y los lentos, que todos esperaban, a las tres y media de la mañana.

En aquel tiempo, no tenía novia, no podía. Ninguna niña de mi edad estaba en condiciones de soportar el ritmo de los fines de semana. Pero yo sabía que era tiempo de experimentar, conocer, poner en práctica lo aprendido en cada nueva conquista. Así pasaba el tiempo, hasta que un día la conocí.

Siempre he sido bueno para bailar. Desde el conjunto folclórico en el colegio, talleres de danza o bailando con los amigos break dance, hip hop, imitando a Michael Jackson. En fin, todo lo que se pudiera bailar. Y lo hacía bien, tenía lo que mis amigos llamaban el “son afro”. A eso le sumábamos el don de la palabra, pero esa es otra historia.

La noche que la conocí, yo bailaba ensimismado sobre el borde del escenario, de cara a los demás asistentes que, sin querer, conformaban una especie de público interactivo. Desde ahí se apreciaba toda la pista de baile, podía ver sus caras, sus movimientos recortados por las luces estroboscópicas y los láser robóticos, también sentía sus miradas, a través del humo que manaba justo detrás de nosotros, en el escenario. Digo nosotros pues, todo el borde estaba colonizado por bailarines, competíamos por ver quién se movía mejor. No cualquiera subía al escenario y se mantenía ahí. Era necesario ser bueno y además tener práctica. Los mejores o más vehementes se tomaban un cubo y difícilmente se bajaban de él.

Aquella noche, la vi sentada en los sofás cercanos al escenario. Me sorprendió ver cómo su top blanco resaltaba bajo la luminosidad ultravioleta. Simulaba ser un faro para mis sentidos, su amplia sonrisa y sus ojos fosforescentes. Sentí que me miraba con atención, entonces comencé a bailar para ella.

Cuando confirmé que estaba pendiente de mis movimientos, descendí por el costado contrario y me fui hasta la barra, por un vaso de cerveza para refrescar mi garganta. Mi hermano era el barman, de ahí mi omnipresencia en la discoteca. Hablamos un poco, me pidió que me cuidara, como siempre lo hacía, entonces ella apareció; situándose a mi lado. Pidió una piscola y la saludé, ella respondió y comenzamos a hablar, luego nos sentamos en una mesita cercana. Reímos, supe que era universitaria, yo también —mentí—, luego nos fuimos a su sofá junto a sus amigas. Me presentó, bromeamos, bebimos y después fuimos a bailar.

Ella poseía el “son afro”, la magia, también bailaba desde siempre y se notaba. Sus movimientos eran gráciles, sensuales, técnicos. Yo sabía que en mi baile estaba el secreto para conquistar y me esmeré en que resultara. «Bailas muy bien» me dijo, «tú igual» contesté y volví a mentir. Dije que venía de una familia de bailarines, que mi madre había pertenecido a Música Libre, un programa televisivo de baile en los 70s. Ella lo creyó, me dijo que quería conocerla pues su herencia era evidente. En ese momento, supe que todas mis tácticas habían resultado, pero que también, debido a mis mentiras, sólo tendría esa noche.

Nos besamos, bailamos acalorados, reímos. Cada tema era como si fuera puesto para nosotros. Pudimos presumir de nuestras habilidades, me sentía feliz, pero a la vez me embargaba la angustia, un resquicio de honestidad que no llegó a ser más que eso. Sin embargo, estoy seguro que, de no haber mentido, no hubiera tenido la oportunidad siquiera de disfrutarla aquella noche, mentir me dejaba a su altura, a su nivel.

Bailamos, cada uno de los tres lentos, como queriendo comernos a besos, extendiendo los acordes de las baladas, sólo nos mirábamos para asumir que el siguiente tema era de nuestro gusto y nos permitiría disfrutar aún más de nuestros cuerpos unidos por un abrazo de amor en su estado más puro, el inicial. Sin embargo, la magia estaba por terminar, yo lo sabía. La hora límite pondría fin a todo, como en otras tantas ocasiones en que mi esencia real quedaba en la pista de la disco, junto a los desechos que eran barridos cuando todos escapaban de aquel lugar. Pero esta vez era diferente, me resistía al final, a verla partir para siempre.

Antes de que sonara el último tema y encendieran las luces poniendo fin a aquella noche mágica, hicimos planes para encontrarnos en la Universidad, en la Laguna de los Patos, el lunes, en la ventana de las 11 de la mañana.

Recuerdo aquel lunes. Salté la pandereta del liceo y me fui hasta la Universidad, decidido a mostrarme tal cual era. Al enfilar por la Casa del Deporte, recapacité, llegué hasta una banca  frente a la laguna y me senté a buena distancia del punto de encuentro, no sabía desde dónde vendría ella. Como de un salto cuántico,  apareció, hermosa, etérea, venía en mi dirección. Mi corazón se agitó, un miedo indescriptible me paralizó, no pude escapar, me quedé sentado esperando mi destino. No sabía qué decir, el uniforme del liceo hablaría por mí. Pero ella pasó mirándome, sin reconocerme, sin verme. Cruzó el pequeño puente que dividía la laguna en dos y esperó a que llegara el joven universitario, el hijo de una bailarina ícono de los 70s, quien nunca llegó.

El Palomo

El Palomo

El Palomo era el nombre del pequeño barco que surcaba las aguas del Lago Panguipulli, en el sur de Chile. Por décadas fue el principal medio de transporte de los lugareños que vivían en sus orillas. Atracaba en el muelle, y las personas con sacos de papas, legumbres y verduras, más algunos animales, bajaban ordenadamente para comercializar sus productos, mientras tanto, la madera esperaba sobre el muelle para ser cargada en cubierta. Más tarde regresaban los hombres y mujeres con sus provisiones. Así ocurría dos veces a la semana y en verano era un deleite ir a ver al Palomo en sus faenas.

            Con los años y la construcción de carreteras a orillas del lago, fueron restándole importancia al pequeño vapor, finalmente terminaría por amarrarse a un costado del muelle sin volver a zarpar.

            César se fue a los 13 años del pueblo, muchas cosas cambiaron y se transformaron cuando volvieron a presentarse ante sus sorprendidos ojos cuando por fin pudo retornar a su tierra a los 18. Todo era más pequeño, la casa de infancia, las calles, la plaza, no fue distinto con el muelle que apenas sobrevivía a los embates del viento puelche.

            Lo primero que hizo, al llegar al muelle, fue lanzarse un clavado. Inmediatamente comprobó que la profundidad también era distinta, en el fondo se retorcían fierros y trozos de estructuras de muelles anteriores, vestigios de momentos mejores. Al emerger lo primero que divisó fue al Palomo, no lo dudó y nadó rumbo a él, mientras lo hacía, recordaba su infancia, junto a un grupo de amigos, nadando junto a su casco y cómo, la succión, era el miedo a vencer por todos. Fue el único, en una tarde bochornosa de verano, que se atrevió a cruzarlo por debajo, el resto temía quedar adherido al casco y no poder salir de ahí. Recordó haberse sumergido junto a la hélice, ante la asustada mirada de sus amigos.

            Así fue nadando, recuperando la memoria, sabiendo que ese barquichuelo había sido pieza importante de su infancia.

            Al llegar junto el Palomo, sintió aquella succión que le impidió subir a la cubierta, luego en un segundo intento lo lograría desde la popa. Jamás había estado en su interior, esta debía ser la oportunidad de cerrar sus recuerdos. Estaba estilando sobre los gruesos tablones de cubierta, se quedó parado en medio, sintiendo el ligero vaivén, meciéndose, arrullándose, el Palomo le mostró su interior, aún en buenas condiciones, por suerte el pequeño barco no había sufrido demasiados deterioros. Se sentó tras el timón, una oscuridad fulminante se cernió sobre el lago, una frescura inusual y un adormecimiento le llevaron a buscar un camarote y meterse en él, sabía que El Palomo era su hogar, desde que salvó con vida su aventura submarina de aquella tarde de verano, su destino estaría ligado al barco, al ser el único en pasar bajo su casco.

                                   ***

            Algunos testigos lo habían observado caminando en dirección al lago, pero de él ni rastros, hasta que un automovilista, al oír sobre la desaparición del muchacho, comentó que lo había visto parado en la baranda del muelle, con las manos haciendo la forma de la cruz. Cuando lo buscaron, increíblemente, su cuerpo estaba al interior del hundido Palomo, los peces ya habían hecho su trabajo comiendo las partes blandas, a nadie nunca se le olvidó cómo aquel muchacho había posado ante las cámaras de los diversos medios, con una gran sonrisa, ante la completa ausencia de labios.

GIGANTES

GIGANTES

Una música conocida viene desde lejos, la identifico, es mi ringtone. Despierto atolondrado, aun así respondo la videollamada de Maite. A pesar de los tres mil kilómetros que nos separan la luminosidad es la misma. Está en pijama, sonriente, veo que son las 8:36.

Luego de saludarnos con el acostumbrado y sincero afecto, le pregunto por qué no está en la escuela si es viernes. Ella me dice que es jueves, que ya fue al colegio, y que sí, mañana viernes irá a su último día de clases. Estoy confundido, continuamos conversando, le pregunto por su madre y me dice que está tomando un baño, eso me parece aún más inverosímil, algo está sucediendo, pienso. Hija, ayer jueves estuve en la escuela de San Gregorio, hoy estaré en un colegio de Punta Arenas y tú debes vestirte para ir a la escuela, de hecho ambas ya deberían estar ahí.

Maite, fastidiada, se puso de pie y fue hasta el baño, preguntó a su madre qué día era y la respuesta fue jueves. Miré nuevamente el reloj, reconocí que me había quedado dormido, que era jueves y que eran las 8:40 de la noche, aunque esta no se hacía aún presente por la época del año en que nos encontrábamos. Luego de eso nos reímos y nos despedimos con un gran beso a la distancia.

Me quedé con una sensación extraña por dormirme de día, como si estuviera narcotizado, intenté recordar, aunque no era tan fácil.

Me sitúo en la escuela Punta Delgada de la pequeña localidad de San Gregorio, a unas dos horas de Punta Arenas en vehículo. Estoy con un grupo de secundaria, hablamos de terror, de mitología, respondo a sus preguntas, todos contentos, me despido de las autoridades, subo al vehículo en el que me espera Fernando, el conductor y Francesca, la encargada de los Diálogos en Movimiento. Emprendemos el regreso por una carretera rodeada de pampa patagónica, planicies que se extienden hasta donde la mirada alcanza, del otro lado, El Estrecho de Magallanes y su mar embravecido por el viento. De pronto, noto que algunas elevaciones, montículos más bien, parecen fuera de lugar, como puestos a propósito en la pampa, hago el comentario y Francesca no tarda en decir que se trata de gigantes dormidos, esperando por despertar de su sueño. Me quedo pensando en aquella idea, mi imaginación se esfuerza por verlos levantarse, el viento arrecia y remece con fuerza los pocos arbustos de calafate y el largo pasto de coirón que como una cabellera se inclina en diversas direcciones desordenadamente. El vehículo en el que viajamos es una camioneta Skorpios que se bambolea peligrosamente con las ráfagas intensas y continuas de un viento que a mis acompañantes no le sorprende. Sin embargo, el día es prístino, soleado, con infinidad de nubes que se recortan en un horizonte lejano, más de lo habitual. La temperatura se incrementa al interior, comienza a darme sueño, los ojos se me cierran, pero antes, pregunto a Francesca de dónde ha sacado aquello de los gigantes y ella responde brevemente que así ocurre en el Sastrecillo Valiente, creo que en ese instante me dormí.

                Despierto cuando el vehículo está fuera de control, Fernando intenta encausarlo, pero ya es tarde, nos vamos hacia afuera, atravesamos un cerco de alambres de púas y se abren los air bags.

                A pesar del miedo y la excitación, nadie habla, Fernando toma la palabra y nos pide que no nos movamos pues cree que nos encontramos sobre un campo minado. Recordaba haber visto las señales de «peligro, campo minado» cuando veníamos en el camino, por la mañana, también estaban los refugios antiaéreos y hasta un tanque abandonado. Esto producto del conflicto con Argentina en 1978, que por suerte no terminó en guerra, pero los campos minados aún estaban ahí, recordando lo cerca que estuvimos. Inmediatamente llegué a la conclusión de que tendríamos que esperar mucho tiempo para ser rescatados, básicamente por la dificultad que implicaba la maniobra. Estamos atrapados y cualquier movimiento puede hacernos volar. Desinflamos los airbags, no tenemos señal de celular, estamos varados. Por la carretera pasan vehículos, pero parecen no vernos, ninguno se detiene. Lo único que se nos acerca en mucho tiempo es un ñandú, que curioso intenta mirar al interior de la camioneta. El sueño pronto nos vence, la temperatura ha subido, el motor del vehículo no funciona, por lo tanto los vidrios no bajan y el aire acondicionado tampoco sirve, estamos atrapados, sin poder movernos y ya sin querer ni hablar. Mis ojos se cierran, me estoy entregando al sueño cuando creo ver que uno de los montículos cercanos se mueve «Miren, se está moviendo» alcanzo a decir, pero mis compañeros ya duermen, yo les sigo.

                Cuando despierto, el vehículo se mueve a cierta altura, algo oscuro, terroso obstruye parte de las ventanas laterales. Me encuentro aún algo atolondrado, pero consigo ver que a un costado algo enorme se mueve, avanza en dirección de la carretera. No puedo hablar, no me sale ni un grito, solo atino a remecer a mis acompañantes, sin embargo, se remueven bruscamente y continúan durmiendo. En un instante fuimos depositados a un costado y lo que obstruye la visibilidad se mueve, se trata de una enorme mano. Piernas rocosas se alejan dejando huellas que desaparecen con los sedimentos que arrastra el viento. Un poco más allá lo veo completo, un gigante, colosal, de una composición terrosa, con malezas y desprendiendo polvo se hinca y luego toma forma fetal transformándose, esculpido por el viento, en el mismo montículo que creí ver moviéndose antes de dormir. De todo lo que sucede, de las huellas en la pampa no queda nada. Me encuentro bajo una excitación enorme que me lleva a bajar de la camioneta, pero por mucho que intento volver a ver a aquel gigante sin rostro, no lo puedo distinguir. La voz de Francesca me sacó del trance, ella me pregunta por lo que ha ocurrido, cómo era posible que nos encontráramos a un costado de la carretera. La miro y no puedo decir nada, solo apunto en dirección del túmulo. Fernando también despierta confuso. Les cuento lo ocurrido, pienso que no me creerán «Fue uno de los gigantes dormidos» digo con solemnidad, mientras la camioneta se mece con el viento y las huellas de lo ocurrido se han borrado. Ambos me miran incrédulos, me preguntan si lo había visto y les respondo que eso creía. En ese momento caí en cuenta que jamás creerían mi versión, por lo que argumento que se trata de la explicación más lógica. Luego se quedan mirando y me piden que no hable de lo ocurrido, pues nadie nos creerá, yo estoy de acuerdo. Fernando trata de encender el motor y luego de varios intentos, estamos nuevamente, en silencio, en la ruta rumbo a Punta Arenas.

De cómo llegué al hotel, eso no lo recuerdo, por más que lo intento, seguro debió ocurrirme un bloqueo, algo que me protegió de la locura del momento, que evitó que hablara, ahora sé que aquello sucedió, ahora sé que pese a lo que aquí narro, nadie nunca aceptará esta historia, pero me da lo mismo, pues solo yo vi aquello, no fue un sueño, no fue mi imaginación, los gigantes existen y están esperando despertar de su sueño en las pampas solitarias en el extremo del continente americano.

Los gatos de Fraksholu

Los gatos de Fraksholu

Cada vez que se abría el portón al final del pasaje, el híbrido entre bóxer y pitbull, salía disparado hacia los sauces que se encontraban a 300 metros del otro lado. Iba y regresaba a toda velocidad, sin ladrar ni distraerse con nada. En ocasiones, el portón permanecía abierto y el perro podía repetir esta conducta un par de veces.

A media cuadra, en una casa derruida, vivía un anciano loco. Primero fue acumulador, luego modificó esa conducta, tal vez encontró algo, pues pasó de los objetos a los gatos, llegando a tener centenares de ellos. Cada cierto tiempo, la población felina parecía autorregularse y descendía incluso hasta llegar al exterminio completo. ¿Cómo ocurría esto, dónde se iban los cuerpos?, nadie lo sabía, en realidad, a nadie le importaba. Solo algunos niños fantaseaban con historias de canibalismo, deformidades y enfermedades felinas. Era posible ver a los gatos sobre los árboles, en desmedro de los pájaros que habían desaparecido de los alrededores.

El amo del perro, era un hombre de mal carácter, que no tenía mayor relación con los vecinos, menos con el Diógenes y sus gatos. Se jactaba de ser independiente, valeroso, autosuficiente. Su familia aparecía rara vez por el pasaje, generalmente solo se les podía ver al interior del automóvil cuando salían por el portón del final del pasaje. De este modo, solo perro y amo se relacionaban, si es que así podemos llamarle a la apatía que ambos sentían por su entorno.

Un día soleado, en el que debieron trinar gorriones, pero solo se oía el maullar de los gatos, el portón eléctrico fue abriéndose lentamente y desde el interior emergió como un rayo el híbrido, su pelaje corto resplandecía, mientras su musculatura rebotaba. Dos gatos estaban distraídos, persiguiéndose en un juego juvenil, no vieron que venía el perro que instintivamente aplastó a uno con sus patas delanteras mientras que al otro era atrapado, muriendo por un mordisco imposible de deshacer. Toda esta escena ocurrió en segundos, luego el perro continuó su carrera ritual hasta los sauces. Al regresar por fuera de la casa del anciano, una cuchillada artera cortó el lomo del animal, que continuó su alocada carrera sin resentir en demasía la herida que había abierto una larga y profunda grieta en la musculatura. El anciano había visto lo ocurrido con sus gatos, decidiendo cobrar inmediata venganza. Los gatos eran fundamentales para su supervivencia, dos menos era un costo alto que alguien debía pagar.

Al llegar al interior, en su jardín, el amo del híbrido, que nada había visto, acarició su lomo sintiendo el calor del líquido que cubría la palma de su mano, al mirar con detenimiento, vio cómo la sangre manaba profusamente goteando espesamente sobre la hierba. Inmediatamente rehízo el cuadro, más aún cuando al mirar, vio al anciano que en una de sus manos conservaba el cuchillo ensangrentado. Una ira jamás vivida hizo erupción en su interior, y caminó juntando en cada paso un odio indescriptible hacia el anciano y sus gatos. El viejo captó lo que ocurriría y rápidamente ingresó en su propiedad, cerró la cerca y entró en su casa cerrando tras de sí la puerta, en el preciso momento en que el portón era zarandeado de manera violenta y oía las voces que se dirigían a él.

—Maldito loco, sal de ahí, da la cara… si no sales de inmediato entraré y te mataré sin pensarlo…

En todo este breve tiempo, los gatos de los árboles y del tejado, mudos observadores, estaban tomando parte y mantenían una especie de gruñido masivo, alertando a hombre y perro a mantener su distancia. Estas advertencias fueron ignoradas y el hombre ingresó saltando la cerca, el perro imitó a su amo. Gatos desde todas direcciones saltaron sobre los intrusos produciéndose una confusa refriega de zarpazos, dentelladas, golpes, chillidos y gruñidos que fueron dejando un lamentable resultado de felinos muertos y mal heridos. El anciano gritaba desesperado, sin poder evitar que los gatos continuaran sacrificándose. El hombre de mal carácter intuyó que lo más sensato sería ingresar tras el viejo, y derribó la puerta de una sola patada. Un olor nauseabundo emergió golpeándolo como si de un escopetazo se tratara, retrocedió entre maullidos. Lo nauseabundo del hedor consiguió establecer una barrera que impidió que hombre y perro ingresaran, sin embargo, al interior, una especie de oscuridad extrema mostraba pequeñas luces de diversos colores que fueron figurándose como ojos que desde diversas posiciones miraban hacia la puerta.

El perro, en una reacción insólita, pues no obedeció al hombre que ya había cambiado su actitud de odio a indecisión y miedo, ingresó decidido a atacar y cobrar su propia venganza, pero fue absorbido por la oscuridad, un gimoteo y un alarido fue lo último que el hombre oyó antes de que un sonido como el de una cascada con ecos metálicos repletara el ambiente. Entonces, entre los ojillos de los gatos, dos pupilas anaranjadas de un tamaño superior emergió, se movían de manera vertical mientras un sonido de deglución acompasado seguía ese movimiento, de pronto, movimiento y deglución acabaron al mismo tiempo, y esos ojos parpadearon. Los gatos comenzaron a salir espantados, pasaban por entre las piernas del hombre que paralizado veía como todo cobraba un aspecto amenazador para él, retrocedió lentamente, mientras los ojos avanzaban y se hacían más grandes y luminosos, tanto que consiguieron perfilar un rostro de pesadilla.  En ese momento, el anciano se interpuso, apareciendo en el umbral de la puerta diciendo.

—Ves lo que has conseguido, ya no podrás vivir tranquilo y espero que guardes el secreto, o iremos por ti y los tuyos por la noche, sobre todo ahora, que él ha probado una nueva carne, ahora que has llamado su atención.

El hombre de mal carácter dio media vuelta, saltó el cerco y se fue a casa. Minutos más tarde salía el vehículo con el hombre y su familia a toda velocidad para no regresar.

Ahora los gatos viven en su casa, los vecinos han ido mudándose pues hay un hedor que infesta el barrio. Los gatos y el anciano han sido vistos por las noches merodeando las casas del pasaje. Nadie ha logrado explicar la desaparición paulatina de los perros, sin embargo, los niños fantasean con la figura de un ser que se alimenta de las mascotas desaparecidas. Algunos aventuran que a continuación serán ellos quienes desaparezcan, cuando ya no haya perros en el barrio.

Ilustración de Luis Castro