Una música conocida viene desde lejos, la identifico, es mi ringtone. Despierto atolondrado, aun así respondo la videollamada de Maite. A pesar de los tres mil kilómetros que nos separan la luminosidad es la misma. Está en pijama, sonriente, veo que son las 8:36.

Luego de saludarnos con el acostumbrado y sincero afecto, le pregunto por qué no está en la escuela si es viernes. Ella me dice que es jueves, que ya fue al colegio, y que sí, mañana viernes irá a su último día de clases. Estoy confundido, continuamos conversando, le pregunto por su madre y me dice que está tomando un baño, eso me parece aún más inverosímil, algo está sucediendo, pienso. Hija, ayer jueves estuve en la escuela de San Gregorio, hoy estaré en un colegio de Punta Arenas y tú debes vestirte para ir a la escuela, de hecho ambas ya deberían estar ahí.

Maite, fastidiada, se puso de pie y fue hasta el baño, preguntó a su madre qué día era y la respuesta fue jueves. Miré nuevamente el reloj, reconocí que me había quedado dormido, que era jueves y que eran las 8:40 de la noche, aunque esta no se hacía aún presente por la época del año en que nos encontrábamos. Luego de eso nos reímos y nos despedimos con un gran beso a la distancia.

Me quedé con una sensación extraña por dormirme de día, como si estuviera narcotizado, intenté recordar, aunque no era tan fácil.

Me sitúo en la escuela Punta Delgada de la pequeña localidad de San Gregorio, a unas dos horas de Punta Arenas en vehículo. Estoy con un grupo de secundaria, hablamos de terror, de mitología, respondo a sus preguntas, todos contentos, me despido de las autoridades, subo al vehículo en el que me espera Fernando, el conductor y Francesca, la encargada de los Diálogos en Movimiento. Emprendemos el regreso por una carretera rodeada de pampa patagónica, planicies que se extienden hasta donde la mirada alcanza, del otro lado, El Estrecho de Magallanes y su mar embravecido por el viento. De pronto, noto que algunas elevaciones, montículos más bien, parecen fuera de lugar, como puestos a propósito en la pampa, hago el comentario y Francesca no tarda en decir que se trata de gigantes dormidos, esperando por despertar de su sueño. Me quedo pensando en aquella idea, mi imaginación se esfuerza por verlos levantarse, el viento arrecia y remece con fuerza los pocos arbustos de calafate y el largo pasto de coirón que como una cabellera se inclina en diversas direcciones desordenadamente. El vehículo en el que viajamos es una camioneta Skorpios que se bambolea peligrosamente con las ráfagas intensas y continuas de un viento que a mis acompañantes no le sorprende. Sin embargo, el día es prístino, soleado, con infinidad de nubes que se recortan en un horizonte lejano, más de lo habitual. La temperatura se incrementa al interior, comienza a darme sueño, los ojos se me cierran, pero antes, pregunto a Francesca de dónde ha sacado aquello de los gigantes y ella responde brevemente que así ocurre en el Sastrecillo Valiente, creo que en ese instante me dormí.

                Despierto cuando el vehículo está fuera de control, Fernando intenta encausarlo, pero ya es tarde, nos vamos hacia afuera, atravesamos un cerco de alambres de púas y se abren los air bags.

                A pesar del miedo y la excitación, nadie habla, Fernando toma la palabra y nos pide que no nos movamos pues cree que nos encontramos sobre un campo minado. Recordaba haber visto las señales de «peligro, campo minado» cuando veníamos en el camino, por la mañana, también estaban los refugios antiaéreos y hasta un tanque abandonado. Esto producto del conflicto con Argentina en 1978, que por suerte no terminó en guerra, pero los campos minados aún estaban ahí, recordando lo cerca que estuvimos. Inmediatamente llegué a la conclusión de que tendríamos que esperar mucho tiempo para ser rescatados, básicamente por la dificultad que implicaba la maniobra. Estamos atrapados y cualquier movimiento puede hacernos volar. Desinflamos los airbags, no tenemos señal de celular, estamos varados. Por la carretera pasan vehículos, pero parecen no vernos, ninguno se detiene. Lo único que se nos acerca en mucho tiempo es un ñandú, que curioso intenta mirar al interior de la camioneta. El sueño pronto nos vence, la temperatura ha subido, el motor del vehículo no funciona, por lo tanto los vidrios no bajan y el aire acondicionado tampoco sirve, estamos atrapados, sin poder movernos y ya sin querer ni hablar. Mis ojos se cierran, me estoy entregando al sueño cuando creo ver que uno de los montículos cercanos se mueve «Miren, se está moviendo» alcanzo a decir, pero mis compañeros ya duermen, yo les sigo.

                Cuando despierto, el vehículo se mueve a cierta altura, algo oscuro, terroso obstruye parte de las ventanas laterales. Me encuentro aún algo atolondrado, pero consigo ver que a un costado algo enorme se mueve, avanza en dirección de la carretera. No puedo hablar, no me sale ni un grito, solo atino a remecer a mis acompañantes, sin embargo, se remueven bruscamente y continúan durmiendo. En un instante fuimos depositados a un costado y lo que obstruye la visibilidad se mueve, se trata de una enorme mano. Piernas rocosas se alejan dejando huellas que desaparecen con los sedimentos que arrastra el viento. Un poco más allá lo veo completo, un gigante, colosal, de una composición terrosa, con malezas y desprendiendo polvo se hinca y luego toma forma fetal transformándose, esculpido por el viento, en el mismo montículo que creí ver moviéndose antes de dormir. De todo lo que sucede, de las huellas en la pampa no queda nada. Me encuentro bajo una excitación enorme que me lleva a bajar de la camioneta, pero por mucho que intento volver a ver a aquel gigante sin rostro, no lo puedo distinguir. La voz de Francesca me sacó del trance, ella me pregunta por lo que ha ocurrido, cómo era posible que nos encontráramos a un costado de la carretera. La miro y no puedo decir nada, solo apunto en dirección del túmulo. Fernando también despierta confuso. Les cuento lo ocurrido, pienso que no me creerán «Fue uno de los gigantes dormidos» digo con solemnidad, mientras la camioneta se mece con el viento y las huellas de lo ocurrido se han borrado. Ambos me miran incrédulos, me preguntan si lo había visto y les respondo que eso creía. En ese momento caí en cuenta que jamás creerían mi versión, por lo que argumento que se trata de la explicación más lógica. Luego se quedan mirando y me piden que no hable de lo ocurrido, pues nadie nos creerá, yo estoy de acuerdo. Fernando trata de encender el motor y luego de varios intentos, estamos nuevamente, en silencio, en la ruta rumbo a Punta Arenas.

De cómo llegué al hotel, eso no lo recuerdo, por más que lo intento, seguro debió ocurrirme un bloqueo, algo que me protegió de la locura del momento, que evitó que hablara, ahora sé que aquello sucedió, ahora sé que pese a lo que aquí narro, nadie nunca aceptará esta historia, pero me da lo mismo, pues solo yo vi aquello, no fue un sueño, no fue mi imaginación, los gigantes existen y están esperando despertar de su sueño en las pampas solitarias en el extremo del continente americano.

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