La dubitación. La vacilación. Ya lo dijo Todorov.
Es en ese breve pendular en que el relato fantástico se sostiene, crece y desarrolla a sus anchas. Se trata de una dubitación que compete tanto al personaje como al lector. Al cierre del relato, el fantástico exige siempre de nosotros una toma de decisión: O las leyes de la realidad continúan intactas o bien se ha abierto una brecha por la que el mundo, tal y como lo conocemos, o creímos conocer, comienza a escurrirse peligrosamente.
Tal es el cometido de Aldo Astete Cuadra en El Rapto, el origen del miedo, relato que deambula por las fértiles tierras del gótico chilensis reemplazando —entre otros elementos— el castillo, por el bosque nativo, por la selva valdiviana que cual Arkham o Providence sostiene parte del relato como un entidad viva que adjetiva los hechos con su presencia, contaminando cada momento de la historia que se nos cuenta con la exhibición de ciertos secretos apenas atisbados, de horrores que por cercanos y posibles, más inquietantes: “Vecino, le recomiendo que se lleve a sus niños de acá, no es por asustarlo, pero si esto es como lo de aquella vez, no habrá ningún resguardo suficiente para evitar la desgracia”.
La criatura de Astete bien podría habitar el mismo universo de El pájaro verde de Juan Emar o El que merodea en la lluvia de Hugo Correa o el de los cuentos El hombre de la rosa y El Colocolo de Manuel Rojas, monstruos, brujos y vampiros revisitados desde la mitología campesina. Sí, porque es en el campo chileno, suerte de subconsciente de lo urbano, el lugar donde habitan nuestros miedos más primordiales; donde lo preternatural se codea con la naturaleza recóndita, desconocida.
Astete es uno de esos jóvenes escritores chilenos que busca —junto a algunos destacados autores que les precedieron— conciliar el género fantástico y de terror con nuestra realidad sin caer en el pastiche incómodo, si no que creando la desazón a partir de nuestras propias referencias. Así el horror de Astete convive con perros como el Negro y el Rubio, entre ovejas, queltehues, liebres, vacas, gallinas, quebradas, riachuelos y una pampa omnipresente. Así también, algunos viejos mitos chilenos campean y ayudan a densificar pasajes de El Rapto sin robar protagonismo al relato. Forman también parte de la atmósfera enrarecida e inquietante en la que Astete nos va sumergiendo, lenta y seguramente con el correr de los capítulos.
Los humanos e imperfectos sentidos apenas pueden ayudarnos a dar cuenta de una otra realidad que se sitúa al borde de la nuestra. Así la visión imperfecta, lo apenas atisbado es fundamental en el relato: “Solo vi una sombra pasar raudamente por entre el follaje y las zarzas”; “Agucé la vista y algo comenzó a aparecer desde abajo”; “Mi visión increíblemente se fue acostumbrando a la oscuridad”; “La nube comenzó a posarse nuevamente en la altura, poco a poco fui perdiendo la visibilidad”; “En este entorno una cierta claridad crepuscular, luz de astros y ausencia de luna permitían ver los grandes eucaliptus recortados como una masa lóbrega grotesca. Bajé por la pendiente hasta sumergirme en las sombras”
La audición equívoca y sugerente también se presenta a lo largo de estas páginas: “…Por fin estaba logrando controlar los estertores y de paso, quedándome dormido, cuando sentí el golpeteo en el vidrio.”; “Hay algo más, un sonido que es capaz de perder a una persona”; “Estamos perdidos (…) Es por eso que los animales actúan extraño, ¿acaso no oyeron el silbo?”.
Con una progresión creciente, y de la mano de Aldo, el protagonista (evidente alter ego de Astete) pasamos de lo cotidiano a lo extraño y de allí a lo inquietante para culminar en un horror primordial que debemos zanjar definitivamente siguiendo la nomenclatura de Todorov: ¿Fantástico maravilloso, fantástico extraño? Conciliar la dicotomía posible-imposible, rasgar el velo de lo real para ver más allá o cerrarlo definitivamente tras la puerta de la razón, no es tarea del relato, sino del lector.
La dubitación. La vacilación.
El horror.